Un filósofo que coronó una vida sabia con la muerte más noble


En el siglo v antes de Cristo, la orgullosa y antigua Atenas, en Grecia, conoció una civilización maravillosa: podía gloriarse, con razón, de sus pensadores, de sus escritores, de sus artistas. En este hogar de cultura aparece un hombre cuyo título de gloria puede parecer tan humilde como su persona: Sócrates (469-399 a.d.C). Pequeño, cargado de espaldas, de nariz aplastada, ojos saltones que parecían querer escapar del rostro, su aspecto exterior no conformaba, ciertamente, un modelo de belleza. En otro orden de cosas, no sobresalía ni como orador, ni como político, ni como artista de talento. Y, sin embargo, este exterior ocultaba uno de los espíritus más distinguidos que nos ha dado el mundo pagano antiguo, y cuyo recuerdo perdura porque quiso y supo ser un servidor de la verdad.

Para hallarla, Sócrates no se encerró entre muros ni pidió a los libros la solución de los problemas. Gustaba de todos los lugares, y en todas partes se lo podía encontrar: en el gimnasio, en las calles, en el mercado. Con una gracia de encanto se acercaba a toda clase de personas, sin distinciones, y por medio de preguntas, sutilmente insistentes y escalonadas, llevaba a su interlocutor al descubrimiento de la verdad. Pronto un grupo de fieles discípulos se reunió alrededor del maestro; entre ellos se habrían de distinguir, como los más brillantes, Platón, Jenofonte y Alcibíades. Sócrates no escribió nada, y debemos a este núcleo fiel de sus seguidores el que el recuerdo y el contenido de su enseñanza y de su persona hayan llegado hasta nosotros.

Pensaríamos que un hombre como Sócrates no podía tener enemigos. Pero una ciudad floreciente y cosmopolita como la Atenas de entonces era una ciudad cuyas reacciones son imprevisibles. Y tuvo que venir la tragedia. Aunque impregnado de una verdadera piedad, Sócrates no pudo menos que criticar la fe supersticiosa que aceptaba como dioses viejas creencias sanguinarias y licenciosas. No faltó quien se aprovechara de ello para acusar a Sócrates de corruptor de la juventud y demoledor de las tradiciones en que afincaba la constitución de la Ciudad. Lo llevaron ante el tribunal de ciudadanos atenienses y fue condenado a morir envenenado por la cicuta. La muerte de Sócrates brilla por su transparencia más, si cabe, que su misma vida. Pudo escapar de la cárcel y de la muerte, si hubiera querido, y así se lo rogaron sus discípulos, para quienes era imposible acomodarse a la idea de perderlo. Pero no lo quiso. “Siempre fui -decía- buen ciudadano; siempre he respetado la ley; y es mi deber hacerlo aun si quienes la aplican son hombres malintencionados”. Llegó el día fatal: Sócrates debía morir al crepúsculo. Desde el alba llegaron a la prisión su mujer y sus discípulos. No reprimían el dolor y las lágrimas de la despedida. Sócrates, en cambio, calmo, fiel, lúcido, rogaba que no olvidaran la enseñanza recibida y que no lloraran por él, pues entraba en un mundo mejor donde el mal era desconocido. Consolando, hablando de la inmortalidad, llegó a la hora fatal, y tomó el vaso de veneno, y lo apuró lentamente hasta el fin. “Así murió -dice Platón- el hombre que frente a la muerte fue el más noble, y en toda la vida el más sabio y el más justo”.