Kant, el hombrecillo de cuerpo pequeño y alma gigantesca


Imaginémonos un hombrecillo de corta estatura, apenas de metro y medio, con la espalda deforme, de pecho hundido, y las piernas y brazos como palitroques. Dominaba este cuerpo pobre una cabeza hermosa con cejas altas y nobles, ojos claros e inteligentes y pelo rubio y abundante. Tal era Manuel Kant (1724-1804). Nació en Kónigsberg (Prusia) el 22 de abril de 1724. Kant se dedicó a la enseñanza y sus principios no fueron fáciles desde el punto de vista material, hasta que consiguió una cátedra de filosofía en la Universidad. Se dice que era mejor profesor que escritor, y su influencia sobre sus alumnos fue notable. El rigor metódico de su existencia diaria ha llegado a ser proverbial. Todo el año, en verano y en invierno, se levantaba a las cinco de la mañana y, por todo desayuno, tomaba una taza de té y fumaba una pipa. De siete a nueve daba sus clases y recibía a sus alumnos. A las nueve sentábase a su mesa de trabajo, para no levantarse hasta la una. Comía fuera de casa, mudando con frecuencia de restaurante, porque siempre le seguía un grupo de curiosos. Kant gustaba, en este momento y en las sobremesas que prolongaba hasta las tres y media de la tarde, de la compañía de sus amigos y aun de la gente sencilla: en este único descanso que se permitía, afloraba su natural sincero y sencillo. Al dar las tres y media salía Kant a dar su paseo que se ha hecho famoso. “Cuando Emmanuel Kant -cuenta el poeta Heine- vestido con su traje gris, aparecía en la puerta de su casa y cruzaba la corta avenida bordeada de árboles que todavía se llama Paseo de los Filósofos, los vecinos sabían-que el reloj marcaba exactamente las tres y media de la tarde. Por aquella avenida paseaba arriba y abajo durante todas las estaciones”. De regreso a su casa meditaba los problemas filosóficos que le preocupaban. Se acostaba siempre a las diez de la noche.