Dos filósofos en quienes las grandes ideas brotaron de un corazón nobilísimo


Hay hombres a los que separan siglos y a los que, sin embargo, unen, por encima del tiempo, similitud de principios, afinidad de experiencias e idénticos destinos.

Dos nombres se hermanan así en la historia del pensamiento filosófico. Agustín de Hipona (354-430) y Raimundo Lulio o Llul (1235-1315). Nació el primero en Tagaste, en la Numidía, en el siglo iv de nuestra era. Raimundo vio la luz en Palma de Mallorca, hijo de noble familia barcelonesa, hacia el año 1232. Sus destinos fueron los mismos: ambos han recibido la veneración con que la Iglesia Católica distingue a los hombres de hechos heroicos; como santo el primero, como beato el segundo. Iguales también son sus principios: uno y otro llegaron a la santidad después de una juventud disipada. En su libro de las Confesiones, Agustín narra su juventud descarriada, su correr en pos de la belleza terrena, su afán de llenar los sentidos con los colores, los sonidos, las formas, el aroma, que son la donosura de la Creación; aún hoy no se lee este libro sin sentir la emoción de la humildad, las lágrimas y el amor agradecido con que fue escrito. Si éste fue Agustín, a Raimundo, en su juventud, lo podemos ver -según las palabras que parafraseamos de su viejo biógrafo- “imaginando una vana canción para sus enamoradas, a las cuales con vil y estólido amor amaba”. Pero uno y otro, aun en medio de su disipación, no fueron ni espíritus superficiales, ni gozadores de baja estofa, ni bebedores del placer por triste satisfacción de su egoísmo. Si habían caído, ello se debía a que llevaban en su entraña un corazón provisto de inmensa capacidad de amar: las múltiples pulsaciones de la belleza no podían dejar de inquietar remansos tan profundos, ni se calmaban ramalazos tan intensos sin el descanso de la comunión perfecta. Pero, mientras volvían sus abrazos a la belleza creada, sus ansias renacían insatisfechas al asir entre sus manos un mundo cuya figura pasa. Eran corazones lanzados en una desenfrenada carrera de inquietudes, cuyas olas, como las del mar, se perseguían en perpetua tormenta. Pero un día, para el Santo de Hipona y para el Beato de Mallorca, llegó un sonido nuevo: hablaba en el interior y era más íntimo que lo más íntimo del propio ser, y no era una lejanía o un reflejo, sino la Voz que dice y hace las cosas, la Presencia que abraza y libera al tiempo con su eternidad. Y Agustín y Raimundo encontraron el ancla para su capacidad de amar y fijaron su corazón en la eternidad incorruptible de Dios. Agustín narra este momento decisivo en el libro de sus confesiones: oscilaba el Santo entre el anhelo de cristianismo y su debilidad moral; un día se retiró a su jardín, agobiado bajo el peso de esta lucha y oyó como la voz de un niño cantando: “Toma y lee”. Corrió a la casa y abrió, al azar, el Nuevo Testamento; era un pasaje de la Epístola a los Romanos y decía: “Andemos con decencia, como durante el día; no en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones, no en contiendas y envidias”. Lo que siguió a esto, lo podemos traducir con las palabras del otro gran pensador Blas Pascal, que resumía el estado de su alma después de una experiencia semejante. “Certidumbre, sentimiento, gozo, paz. Dios de Jesucristo”. Lo incorruptible está captado y más que captado, adorado, poseído, amado: el corazón de Agustín había llegado al puerto. No disminuía su capacidad de amar; pero ahora el objeto de su amor era indudable e inmenso. Si el amor de lo terreno insatisface y ata, el amor de Dios descansa y libera. Esta experiencia del amor es en Agustín, como en Lulio, el eje del que hay que partir para entender sus filosofías y el que les confiere ese carácter existencial, tan moderno, y ese modo de expresión, que es un saber no sabiendo, con que se cuenta la visión de verdades inalcanzables por el razonamiento discursivo.