El gladiador Espartaco y la gigantesca rebelión de los esclavos contra Roma


Hasta aquí hemos hablado de esclavos que supieron ganarse la libertad y fama por sí mismos; ahora vamos a ocuparnos de uno que combatió no sólo por su libertad, sino también por la de sus compañeros.

Los romanos tenían miles y miles de esclavos, no ya en sus casas, sino también en sus inmensas propiedades rurales, y éstos eran verdaderamente esclavos de la más abyecta condición. Había, además, otros, prisioneros de guerra, que eran adiestrados en escuelas ad hoc, para servir de diversión al pueblo combatiendo con gladiadores en los circos imperiales.

Entre esos esclavos gladiadores, en los días de Pompeyo y cuando apenas surgía a la fama Julio César, había un tal Espartaco, de la escuela de Capua, montañés de Tracia, que soportaba poco resignadamente la esclavitud. Instigó éste a los demás gladiadores, habilísimos todos en el manejo de las armas, a que se uniesen para combatir por su libertad, antes que seguir por más tiempo siendo la diversión de la multitud.

Ellos, reconociendo sus méritos, lo nombraron su capitán; e insurreccionándose a una, empuñadas las armas, se refugiaron al pie del Vesubio y a lo largo de los Apeninos. De allí se lanzaron a la aventura sobre los pueblos cercanos, desfogando su odio contra la orgullosa Roma, sentimiento alimentado por muchos años de rencor y humillación.

El Senado romano mandó para someterlos a varias legiones, que fueron deshechas; y así las filas de los rebeldes engrosaron enormemente, y muy pronto Espartaco se encontró a la cabeza de un ejército de millares de combatientes.