La brava tierra sudanesa, donde viven algunos de los hombres más altos del orbe


La República de Sudán declaró su independencia el 1* de enero de 1956. Desde ese día, 6.000.000 de habitantes, en su mayor parte de raza negra, distribuidos sobre una superficie de casi dos millones de kilómetros cuadrados, proclamaron a la faz de la tierra su firme voluntad de vivir libres y soberanos sin depender de potencia alguna.

La tierra del Sudán es dura, inhóspita. Parte del Sahara penetra los límites sudaneses, y por sí fuera esto poco, aun deben luchar con el desierto de Nubia y con las estepas de Darfur y Kordofán. Esta última región provee al Sudán de uno de los elementos que nutren sus exiguas arcas: el árbol de la goma, que, juntamente con el algodón, constituyen los dos productos claves de la magra economía sudanesa.

La capital es la ciudad de Kartum, con unos 275.000 habitantes; otras ciudades de alta concentración son El-Damer, El-Obeid, Atbara y Port Sudán, esta última sobre el golfo de Aden, en el mar de Arabia.

El paisaje del Sudán es en general desolado; la tierra aparece como calcinada, por la elevada temperatura, y la vegetación es, salvo raras excepciones, achaparrada.

Sin embargo sus habitantes, los altos y robustos sudaneses, nunca la han abandonado por otras más hospitalarias, sino que la han trabajado duramente y han logrado hacerle producir lo necesario para su subsistencia. Los dos grupos predominantes, los de las tribus dinkas y chillukes, son hombres vigorosos, excepcionalmente altos, de tórax bien desarrollado, muslos carnosos y piernas musculosas; fueron grandes guerreros, y las crónicas egipcias hablan de ellos con cierto respeto. Los de nuestros días han dejado las lanzas por el arado, y su único regocijo consiste en lucir peinados complicadísimos, y en poder vestir sus brevísimas faldas rojas y sus túnicas blancas para dedicarse a la danza, supervivencia de juegos bélicos tradicionales. Adórnanse con collares de hilo de cobre, tatúan su rostro y pintan sus miembros con tonos ocres terrosos. Los 8.000 europeos que viven en el Sudán no han logrado todavía hacerles gustar, por lo visto, las delicias de la civilización.