El corazón muerto de un imperio que fuera antes soberbio


La destrucción de la ciudad implica la muerte o la esclavitud para sus moradores, y a las desoladas ruinas no acudieron nuevos habitantes. Poco a poco las rasillas de piedra, los frisos, los bajos relieves, los monumentos todos, se fueron cubriendo de tierra y lodo al ir deshaciéndose los blandos ladrillos de las construcciones, hasta quedar reducidos a la arcilla originaria, y las lluvias y los vientos contribuyeron a nivelar el suelo, a redondear los montículos y a llevar allí la vegetación, para cubrir la tumba de la ciudad que un tiempo rebosaba de vida y de trabajo y era centro de lujo y de esplendor.

Y no sólo Nínive: una a una todas las ciudades de Asiría murieron, y fueron del mismo modo enterradas y olvidadas con el tiempo. El mismo reino del Norte, independiente durante más de 1.000 años, con la caída de su capital pasó a poder de los medos, y los estados tributarios, por cuyo dominio se había peleado con tanta energía y crueldad, cayeron separadamente uno tras otro.

Nabopolasar tomó para sí a Babilonia y fundó el nuevo imperio babilónico, el cual duró escasamente cien años, pero llenos de acontecimientos. Hijo de Nabopolasar fue Nabucodonosor, quien tomó a Jerusalén, prendió y cegó a su rey y se llevó cautivo al pueblo judío. Conocidísima es la historia de Daniel y la de los tres jóvenes hebreos arrojados a un horno por negarse a adorar la estatua de oro que Nabucodonosor había hecho levantar.

Este rey mostró siempre gran celo en el culto de los dioses; y una de sus obras más renombradas, la restauración de un templo muy antiguo dedicado al dios Nebo, arroja algo de luz sobre una de las historias más antiguas del mundo: la de la torre de Babel.

En efecto, la descripción que él mismo hace de la torre inmensamente alta, sobre cuyos restos edificó su templo, es muy interesante. Su parte superior había quedado sin acabar; y así la lluvia y las tormentas la fueron desmoronando con el transcurso de los siglos, hasta dejarla convertida en un montón de ruinas. El montículo que las cubre, y que oculta también las del suntuoso templo que lo reemplazó, se llama actualmente Bir Nimrud y se encuentra a pocos kilómetros del muerto corazón de la antigua Babilonia. La historia de las edificaciones de Nabucodonosor y de sus empresas en la gran ciudad, que, según se dice, era mayor que la actual Nueva York, es maravillosa: está escrita en ladrillos estampados con su nombre, en las inscripciones de las rasillas, en los cilindros y en los umbrales broncíneos de las puertas, y su lectura asombra y deleita.

Por ella no es difícil comprender la intensa arrogancia de Nabucodonosor cuando, al pasear por sus templos, palacios y jardines, exclama: "¿No es ésta la gran Babilonia que por la fuerza de mi poder yo he construido, para honor de mi reino y morada de mi majestad?" ¡Desgraciado! Una súbita locura se apoderó de él y le hizo creer que no era hombre sino bestia.

Daniel, aunque perteneciente a la raza cautiva, actuó de regente durante la enfermedad del rey, pues se había hecho notable por su rectitud y sabiduría. Vivió también durante el reinado de Narbónidas, el sucesor de Nabucodonosor.

Por las tablillas de estos reinados, que contienen pormenores de la vida pastoril y noticias sobre la jardinería, así como contratos de compras y transferencias de terrenos, y otros particulares sobre construcción de canales, conservación de diques y presas, se ve que la vida agrícola y comercial proseguía en el nuevo imperio babilónico como en el antiguo.

Las conexiones entre ambos imperios son muy interesantes. Narbónidas deleitóse sobremanera rebuscando los escritos de Burnaburiash, uno de los escritores de las tablillas de Tel-el-Amarna, que había vivido unos 1.000 años antes, y los de Hammurabi, el gran rey legislador. Narbónidas tuvo un hijo llamado Baltasar, cuyo nombre, con sólo mencionarlo, nos trae a la memoria el recuerdo de aquel gran convite que dio a mil invitados y en el cual se escanció el vino en los vasos sagrados sacados del templo de Jerusalén. Estaba el festín en su mayor apogeo cuando de pronto una mano invisible y misteriosa trazó en la pared unas palabras vulgares, pues eran las que se usaban para designar los pesos ordinarios en el mercado de Babilonia, algo así como nuestras libras y onzas. Se apagó súbitamente el general regocijo. ¿Qué significarían aquellas palabras? Mientras van en busca de Daniel para que las interprete al rey y a sus atemorizados comensales, echemos sobre el campo una mirada desde los muros de Babilonia, cuyos moradores los creían bastante fuertes para detener al más osado enemigo.

Éste se había acercado lentamente: componían su ejército hombres duros en el guerrear, buenos jinetes, fuertes, frugales. Mientras los magnates babilónicos refocilábanse en la orgía, aquellos persas, estrechamente aliados con los medos, habían desviado el curso del río que atravesaba la ciudad, a fin de que, llegada la ocasión, les pudiera servir el cauce seco para entrar en Babilonia.

Daniel interpretó así las palabras escritas: "Dios ha contado los días de tu reinado y les ha puesto fin. Te ha pesado en la balanza y te halla falto de peso. Tu reino es dividido y entregado a los medos y a los persas."

Aquella misma noche se cumplieron las palabras de Daniel. Baltasar fue muerto, y los persas entraron sin lucha en Babilonia y la señorearon.