El emperador Augusto, señor del mundo
Después de una década de confusión que siguió a la muerte de César, Octavio reunió poco a poco todo el poder en sus manos. Cuando se dio el título de imperátor, palabra de la que deriva la nuestra, emperador, significaba que poseía un mando militar emanado del pueblo; como censor, influía en los nombramientos hechos por el Senado; como princeps de dicha institución, tenía derecho de hablar siempre el primero en las sesiones; como póntifex máximus, era cabeza de la religión nacional. En suma, transformóse en el primer magistrado del mundo romano; a partir de entonces, la República quedó relegada a los anales de la historia, y comenzó la era imperial.
En tiempos de Augusto, Roma vivió una verdadera edad de oro: numerosos y brillantes escritores, poetas e historiadores, como Virgilio, autor de la Eneida; Tito Livio, que historió la vida de Roma, y Horacio, vivieron entonces. Pero lo que habría de señalar por siempre la edad augusta, no ocurrió en Roma, sino en una lejana provincia del Imperio, en un pequeño pueblecito llamado Belén: el nacimiento de Jesús, el Mesías, Hijo de Dios, anunciado por los Profetas hebreos a su pueblo. Grande habría sido el estupor del poderoso Augusto y de todos sus grandes hombres, de haber sabido que no eran sus hechos y fama lo que iba a influir en el mundo, sino la vida y obra de aquel infante, pobre y humildemente nacido, que creció y vivió durante treinta años en un taller de carpintero.
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