La extraordinaria vida del Dalai Lama, el buda viviente, señor de los tibetanos
Pero más impresionante es el espectáculo de la adoración del Dalai Lama cuando éste abandona su palacio de verano para trasladarse a la residencia de invierno, o viceversa. El pueblo se vuelca entonces en la calle por donde pasará el cortejo, y entona cánticos en honor de su divino monarca. Heraldos portadores de gigantescas trompetas de plata, tan grandes que deben ser transportadas entre dos lamas jóvenes, dejan oír sus roncas voces para abrir paso a la litera, forrada en el exterior con láminas de oro, y en el interior con sedas y brocatos encarnados, en la que viaja el Dalai Lama; los portadores son todos vigorosos jóvenes lamas, con tocado y vestimentas propias de las más elevadas posiciones.
Un verdadero ejército de guardias-monjes acompaña al séquito sacerdotal; la familia del Dalai Lama, esto es, sus padres y hermanos, le acompaña. El Dalai Lama debe permanecer soltero, por imperativo de la religión.
Hace muy poco tiempo que un europeo pudo penetrar en Lhasa, la ciudad sagrada del Tíbet, que cuenta con unos 25.000 habitantes; las primeras fotografías de la misma se conocieron a principios de nuestro siglo, y la participación, aun como espectador, en las ceremonias religiosas, es hasta hoy un privilegio que muy pocos hombres de Occidente pueden contar. Muy curiosas e instructivas son las páginas que el explorador austriaco Heinrich Harrer ha publicado sobre su vida en Lhasa, a la que llegó después de correr extraordinarias aventuras, durante los primeros años de la posguerra. Harrer vivió en el Tíbet desde 1946 hasta 1951, y durante ese tiempo se ganó la confianza de los lamas, a la vez que su cultura le abrió las puertas del palacio; el joven Dalai Lama, a la sazón muchacho de 13 años, aprendió inglés con el singular austríaco y se aficionó a la fotografía; igualmente pidió a Harrer que dirigiera la construcción de una sala de proyecciones cinematográficas, algo verdaderamente revolucionario dentro de los límites del país tibetano.
Harrer debió abandonar el Tíbet al conocerse la proximidad de los ejércitos de China comunista. Desde entonces, el país ha vuelto a cerrarse para el mundo occidental; pero ahora, tras la cortina de hierro.
Durante el siglo xx fue mejorando poco a poco la condición de vida del bajo pueblo tibetano que, desde los comienzos de su historia soportaba privaciones y sometimientos, aplastado por la aristocracia y los monjes, únicas clases que podían usufructuar de los beneficios de la civilización. También la vida de la mujer es dura en el Tíbet, aunque muchas veces ella es quien dirige la casa y algunas mujeres han alcanzado la dignidad de jefes de tribu o bien de encarnaciones de la divinidad. Para la mujer tibetana, sin embargo, la vida puede tener ciertas alegrías, aunque simples, como la de poder alhajarse y adornarse con joyas de hermoso labrado, usar cierto lujo en sus vestidos, atender a su coquetería femenina y lucirse con todo ello en fiestas que son un índice de cierto grado de civilización. Estos placeres, ciertamente, resultan desconocidos para las mujeres que pertenecen a las tribus nómadas en las cuales el sistema de vida imperante es totalmente primario.
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