UNA TARDE EN BRUJAS - Ventura García Calderón
Llegar a Brujas en otoño es ver la ciudad de los canales en el decorado que para siempre le diera Rodenbach, es contemplar su luto inalterable y entumirse en su perpetuo silencio.
Aunque los guías quieran advertirnos que el poeta ha deformado el aspecto de la ciudad para pintarla a imagen y semejanza de su alma palustre, sólo vemos pasar, como cisnes en cortejo, sus maravillosas imágenes. Si llueve -y llueve siempre en este clima nórdico- evocamos las gotas del hisopo sobre una tumba; los cirios de sus iglesias desoladas se han consumido de llorar como en la estrofa de Rodenbach; los cisnes son las "barcas de claro de luna y góndolas de seda" que se deslizan por el cauce del verso ilustre.
Pero sólo en el crepúsculo temprano se transfigura este hospicio de poetas que pudiera ser Brujas, la muerta. La ciudad es un poema de Rodenbach lleno de raras y dolorosas imágenes. Una bruma sutil, empapada de oro, volatiliza los contornos de los solemnes edificios monásticos. La tarde suelta las amarras del mundo como una barca empavesada en un canal y se va llevando hacia la noche las cosas blancas que adoraba el poeta, hostias y lirios, cisnes y corderos. ¿No están allí, en las góticas ventanas encendidas, los convalecientes de su poema? ¿No flotan aún en el canal, como en su estrofa, las cabelleras de las Ofelias? Por lo menos el celeste campanero está despierto, y sobre la agonía de la Ciudad en que transitan almas blancas en pena de esta vida, las campanas empiezan a repicar deliciosamente como una promesa del alba.
Tal vez por la mañana, al tomar el tren, el prestigio de la ciudad se desvanece. Malos consejeros son los poetas, brujos taimados que tejen la realidad humana, como quería Shakespeare, con la misma tela que los sueños. Por eso no me asombró mucho cuando un compañero de viaje se obstina en repetirme que Brujas está viva.
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