PIEDRA MOVEDIZA NUNCA MOHO LA COBIJA
Érase cierto muchacho que al llegar un día a su casa dijo a su madre:
-Me ha dicho el maestro que no hay motivo para que yo vuelva a la escuela, pues no me queda ya nada que aprender.
-¡Bien! -contestó la madre-. Si has terminado ya tus estudios, será cuestión de que te pongas a trabajar. Precisamente conozco a un afilador que necesita un aprendiz; podrás ir allá y trabajar con él.
De perlas le pareció al muchacho la proposición, y a la mañana siguiente se dirigió sin demora a casa del afilador, su futuro patrón.
Anduvo no poco tiempo por el mundo con su amo, afilando cuchillos y tijeras; pero llegó el invierno con sus fríos y sus heladas y comenzó a pensar que la vida de afilador no era tan buena como creyera en un principio, y llevado de esta idea, decidió cambiar de trabajo.
A los pocos días, mientras paseaba sus ocios por las calles de la ciudad, acertó a ver a un sastre que, en el ventanal de su tienda, se aplicaba a la costura.
"¡Éste sí que es trabajo que me gustaría!, pensó. Me haré sastre..."
Y, llevado de esta idea, abandonó a su amo y comenzó a aprender el arte de cortar y coser vestidos. Durante algún tiempo todo se desenvolvió satisfactoriamente.
"Es indudable que soy un chico afortunado, se decía, al haber encontrado un oficio que tanto me gusta. Ya no sufriré los fríos vientos y los vendavales, ni las rudas tempestades de lluvia y nieve. Se acabó el aterírseme las manos y el hinchárseme los pies de cansancio. Ahora me bastará el sentarme en una habitación cómoda y regalada, y coser todo el día, desde la mañana a la noche".
Pero otra vez volvió a sentirse descontento de su oficio; y hoy por fas, mañana por nefas, es el caso que comenzó a hallar en su nueva ocupación tantos inconvenientes como hallara en la primera.
"En invierno, se decía, no es mal oficio el de sastre, aunque el pasarse todas las horas del día sentado en un banquillo no tiene nada de agradable para los huesos; pero, cuando llegan los meses de verano, con su cálido ambiente, es horrible pensar que he de quedarme trabajando en el interior de una casa, fastidiado, además, por el calor de las planchas. No, no; no lo sufro más; debo buscarme enseguida otro trabajo".
Aquella misma tarde pasó por su calle un regimiento de soldados. ¡Oh! Cuan gallardos aparecían con sus vistosos uniformes.
"Pues no debe de ser aburrida la vida de soldado", pensó el muchacho. Y poco a poco fue naciendo en él la idea de incorporarse al ejército.
No tardó mucho en descubrir que se había equivocado. La vida de cuartel era muy distinta de lo que él había imaginado. Diariamente había instrucción, maniobras, paseos militares; es decir, trabajo continuo. Los bruñidos sables, los flamígeros plumeros, los flamantes uniformes: todo era preciso tenerlo en orden y limpio. Aquello no era la fácil vida de grandeza y gloria que él había soñado, sino una vida de continuos sacrificios y esfuerzos. ¡Cuántas veces, extenuado por las fatigas del día, hubo de montar la guardia en vez de entregarse al sueño reparador!
Y esta vez su desgracia era mayor, porque no tenía el derecho de abandonar su nuevo oficio cuando le placiera, ya que estaba ligado al servicio de la patria lo menos por siete años;
así que, de grado o por fuerza, hubo de continuar a las órdenes de sus superiores, sacando el mayor partido de su situación, hasta que, cumplidos los años de servicio, pudo abandonarlo, como en efecto lo hizo.
Habíase forjado la ilusión de visitar su pueblo natal, y en cuanto se vio libre, a él enderezó sus pasos. Ya en el camino, oyó decir a un campesino que necesitaba un hombre que le ayudara a recoger la cosecha, y se apresuró a solicitar la ocupación de que hablaba el labrador.
Éste lo miró de arriba abajo, y le preguntó para qué trabajo servía.
-Puedo servir casi para todo -contestó-; he sido afilador, sastre y soldado.
-¡Ah! -replicó el labriego-. Entonces no eres el hombre que yo necesito. Quiero un hombre que sea constante en su modo de trabajar. Si tú fueras así, no habrías comenzado tantos oficios sin seguir ninguno.
Y así anduvo de aquí para allá, oyendo siempre la misma cantilena, sin encontrar quien quisiera emplear a un hombre que había aprendido un poco de cada cosa, sin saber nada bien.
Y así se pasaron los años, sin conseguir encontrar jamás un sitio estable don de ganarse la vida.
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