LOS REMENDONES Y EL CUCO
En cierta ocasión había una aldea enclavada en medio de una helada región del país de Borealandia. Todos sus habitantes eran pobres, pues sus campos nada producían y su comercio era escaso; pero los más miserables de todos eran dos hermanos, llamados Estropajo y Desperdicio, que ejercían el oficio de remendones en una cabaña hecha de zarzo y arcilla, donde trabajaban ambos en la más fraternal armonía, aunque no con el entusiasmo que deberían haber puesto en el trabajo.
Verdad era que los habitantes de la expresada aldea no despilfarraban mucho en calzado, y que había en ella además otros remendones mejores qUe Estropajo y Desperdicio; pero, entre lo que se agenciaban con su oficio y lo que les producía el cultivo de Un campo de cebada y de un pequeño huerto, iban viviendo con cierto desahogo, hasta el infausto día en que llegó a la aldea un nuevo remendón. Éste había vivido en la corte de aquel reino y, según aseguraban, había remendado el calzado de la reina y la princesa. Establecióse en una pulcra casita, provista de dos ventanas,; y todo el mundo fue a admirar sus leznas bien afiladas y sus flamantes y hermosas hormas.
Los aldeanos no tardaron en observar que una compostura del nuevo remendón duraba doble tiempo que otra de los dos hermanos; de suerte que todos fueron abandonando a estos últimos y haciéndose parroquianos del primero. La miseria llamó aquel invierno a la puerta de Estropajo y Desperdicio, y cuando llegó la Navidad, sólo tenían para festejarla un pan de cebada, un trozo de tocino rancio y un poco de cerveza hecha por ellos mismos. Mas no se desanimaron por eso; antes al contrario, encendieron una buena fogata con troncos resinosos, que al arder chisporroteaban y despedían vivas llamas, y, llenos de sincera alegría, sentáronse delante de aquélla dispuestos a regalarse con su tocino y su cerveza. La puerta estaba cerrada, porque fuera de la casa sólo había blanca nieve alumbrada por la fría luz de la Luna; mas la cabaña, guarnecida con ramas de abeto y lentisco e iluminada por las llamas de la hoguera, ofrecía tan alegre aspecto, que llenó de regocijo los corazones de los dos infelices hermanos.
-¡Mucha salud y muchas felicidades nos dé Dios, hermano mío! -dijo Desperdicio-. Bebamos alegremente y que nunca nos falte en Navidad este fuego de que hoy disfrutamos... Pero ¿qué es eso?
Desperdicio dejó sobre la mesa la vasija de cuerno en que se disponía a echar un trago; y ambos hermanos se quedaron de pronto asombrados, al oír una voz que salía de una raíz encendida y cantaba “¡cú-cú!, ¡cú-cú!” con tanta claridad, como pudiera hacerlo el cuco más vocinglero en una espléndida mañana de mayo.
-Esto debe de ser algo malo -dijo Estropajo, presa de terrible; espanto.
-Tal vez no -replicóle Desperdicio.
Y de un profundo agujero que presentaba la raíz en el extremo donde el fuego no había aún llegado, salió volando un magnífico cuco, que fue a posarse sobre la mesa que ante sí tenían los hermanos. Si grande fue la estupefacción de éstos al ver volar el pájaro, imagínense su pasmo cuando lo oyeron hablar.
-Buenas almas -les dijo-, ¿podéis decirme en qué estación estamos?
-Estamos en Navidad -contestóle Desperdicio.
-Entonces, ¡felices Pascuas! -dijo el cuco-. Me eché a dormir una tarde del último verano en el agujero de esa vieja raíz, y no me he vuelto a despertar hasta que el calor de las llamas me hizo creer que de nuevo había llegado el estío; pero ahora, puesto que habéis quemado mi vivienda, permitidme que more en vuestra casita hasta que venga la primavera. Sólo necesito un agujero para dormir en él, y tened la seguridad de que, cuando emprenda mis acostumbrados viajes, el próximo verano, os traeré algún presente en pago de las molestias que pueda ocasionaros.
-Sed bien venido -le dijo Desperdicio cortésmente-, podéis quedaros aquí. Os haré un agujero perfectamente abrigado entre las pajas del techo. Pero debéis tener hambre, después de un sueño tan largo. He aquí un trozo de pan de cebada. ¡Ea, pues!, ¡ayudadnos a festejar la Navidad!
El cuco se comió el pan, bebió agua en un jarro, pues no quiso aceptar la cerveza que los hermanos le brindaron, y se acurrucó en un cómodo agujero que le preparó Desperdicio en el techo.
Fundiéronse las nieves, vinieron las grandes lluvias, los fríos decrecieron, los días se alargaron; y una mañana de sol, el canto del cuco despertó a los dos hermanos, dándoles a entender que la primavera había llegado ya.
-Ahora -les dijo el ave-, voy a emprender mis viajes por el mundo, para anunciar a los hombres la llegada del buen tiempo. No hay país en que las plantas den flores y los árboles den fruto, donde no se escuche mi canto durante el transcurso del año. Dadme otra rebanada de pan de cebada, con que poder sostenerme durante mi largo viaje, y decidme qué regalo queréis que os traiga a mi regreso, que será dentro de un año.
-Buen maese Cuco -dijo Estropajo-, un diamante o una perla nos sacarán de apuros a mi hermano y a mí, y nos permitirán, además, ofreceros algo mejor que pan de cebada cuando tengamos el gusto de hospedaros nuevamente.
-No entiendo de diamantes ni de perlas, que se ocultan en el corazón de las rocas o entre las arenas de los mares -dijo el cuco-; yo sólo sé de lo que crece sobre la tierra. Pero existen dos árboles al lado mismo de un pozo que hay en el fin del mundo; uno de ellos es conocido con el nombre de “el árbol del oro” porque sus hojas son todas de oro batido; el otro permanece siempre verde, lo mismo que el laurel, y unos le llaman “el árbol de la sabiduría” y otros “el árbol del regocijo”. Jamás se le caer, las hojas; pero el que logra apoderarse de una de ellas conserva la alegría por muy grandes que sean las tribulaciones en que pueda encontrarse, y tan satisfecho se halla en la más humilde cabaña como en el más suntuoso palacio.
-Amigo Cuco -dijo Desperdicio-, traedme una hoja de ese árbol.
-No seas tonto, hermano -dijo Estropajo-. Pide más bien una hoja de oro batido. A mí, querido Cuco, procuradme una de estas últimas.:
Y el cuco echó a volar dejando a ambos hermanos con la palabra en la boca.
Los hermanos pasaron más miseria que nunca aquel año; nadie les envió ni siquiera un par de zapatos para componer. El nuevo remendón decía burlonamente que deberían ir a recibir lecciones suyas; y Estropajo y Desperdicio habrían abandonado la aldea, a no ser por su campo de cebada y su huerto, y por una muchacha, llamada Primorosa, a la que ambos hermanos habían estado cortejando por espacio de más de siete años. Al finalizar el invierno, era tal la pobreza y miseria de Estropajo y Desperdicio, que Primorosa no quiso ni mirarlos a la cara. Los antiguos vecinos dejaron de invitarlos a los holgorios y bodas, e iban creyendo ya que el cuco había olvidado su promesa cuando, al alborear una mañana de los primeros días de abril, oyeron fuertes picotazos en su puerta y una voz que gritaba:
-¡Cú-cú! ¡cú-cú! Abridme presto.
Corrió Desperdicio a abrir la puerta y entró el cuco trayendo en un lado del pico una hoja de oro, más larga que todas las que echaban los árboles de Borealandia, y en el otro Una hoja de forma semejante a la del laurel común, pero de un verdor más brillante e intenso.
-¡Aquí tenéis! -dijo dando la hoja de oro a Estropajo y la verde a Desperdicio.
El remendón jamás había visto en sus manos tanto oro, y por eso su regocijo fue mucho mayor que el de su hermano.
-Ya veis como supe elegir -dijo apoderándose de la ancha hoja de oro batido-. Hojas como esa tuya se encuentran en cualquier seto. Me extraña que un pájaro tan listo venga cargado con eso desde tan lejos.
-Hermano remendón -gritó maese Cuco, acabándose de comer la rebanada-, vuestros juicios son más precipitados que corteses. Si vuestro hermano no queda satisfecho, como todos los años efectúo el mismo viaje, podré traer a cada uno de vosotros la hoja que más le agrade, a cambió de la hospitalidad que me brindáis.
-Cuco queridín -dijo Estropajo-, a mí habéis de traerme siempre una hoja de oro.
Y Desperdicio, apartando la vista de la hoja verde, en la cual la tenía fija, exclamó:
-Pues a mí, traédmela siempre del árbol del regocijo.
Y al llegar la primavera de nuevo se marchó el cuco volando.
Estropajo juró que su hermano no estaba capacitado para vivir como un hombre respetable; y, tornando sus leznas, sus normas y su hoja de oro, dejó su vieja cabaña y fue a referir el caso a todos sus convecinos.
Éstos escucharon atónitos el relato de la necedad de Desperdicio, y quedaron encantados del talento demostrado por Estropajo, sobre todo cuando éste les mostró la hoja de oro, y les dijo que el cuco le traería otra igual cada primavera. El advenedizo remendón ; se constituyó inmediatamente en socio suyo; las personas más importantes le enviaron a componer sus zapatos; Primorosa sonrióle con cariño y se casó con él aquel mismo verano, celebrándose la boda con grandes festejos, en los que bailó toda la aldea, a excepción de Desperdicio, que no fue invitado á ellos.
Estropajo se estableció con Primorosa en una cabaña cercana a la del nuevo remendón y tan bella como la de éste, donde se dedicó a remendar calzado a completa satisfacción de todo el mundo, y vivió con desahogo, pues no le faltaba una casaca roja para los días de fiesta y un ganso bien cebado para celebrar cada año el aniversario de su boda. Desperdicio siguió viviendo en su vieja cabaña y cultivando su huerto. Cada: día iba estando su casaca con más jirones, y más deteriorada su choza por los estragos del tiempo; pero jamás observó nadie en él la más ligera señal de mal humor o disgusto; y lo más admirable fue que, desde que empezaron a frecuentar su trato, el latonero se hizo más humano con el burro con que recorría la comarca, el joven pordiosero dejó de hacer de las suyas, y la vieja se abstuvo de martirizar a su gato y de regañar a los chiquillos.
No sabemos cuántos años transcurrieron de esta manera, cuando cierto gran señor, que era dueño de la aldea, vino a establecerse en la comarca. Su castillo era fuerte y antiguo, bien provisto de torres elevadas y profundos fosos. Todo lo que la vista descubría desde el torreón más alto de su propiedad; pero hacía más de veinte años que no había venido al país, ni ahora se le hubiera ocurrido tampoco establecerse en él, a no haberse visto atacado de una gran melancolía.
La causa de sus pesares era que, siendo primer ministro en la corte y gozando del favor del monarca, alguien dijo al príncipe heredero que había hablado con muy poco respeto de un defecto que padecía Su Alteza Real, consistente en tener los dedos de los pies vueltos hacia arriba; lo cual fue causa de que se le depusiera de su cargo y desterrara a sus propias posesiones. Vivió en ellas, por espacio de varias semanas, malhumorado y tristón; pero un día, en la época de la siega, acertó Su Señoría a tropezar con Desperdicio, que estaba cogiendo berros en un arroyuelo, y entabló conversación con él.
Cómo fue, nadie acertó a explicárselo; pero ello es que, desde aquel preciso instante, el gran señor sacudió su murria, empezó a dar grandes fiestas en sus salones y todo era regocijo y alegría en su castillo, en el que los caminantes encontraban hospitalaria acogida y todos los pobres eran bien recibidos.
Tan extraordinaria historia no tardó en difundirse por toda Borealandia, y acudieron al punto a la cabaña del remendón personas acaudaladas que se habían arruinado, desdichados que habían perdido sus amigos, beldades que se habían hecho viejas y talentos que habían pasado de moda, sin otro fin que el de conversar con él; y, cualesquiera que fuesen sus cuitas, todos salían de su casa satisfechos y contentos. Los ricos le colmaban de dádivas, y los pobres le atestiguaban con bendiciones y lágrimas su inmenso agradecimiento.
Su fama llegó a la corte en ocasión en que había en ella un gran número de personas descontentas, entre ellas el rey mismo, quien se hallaba de un humor endiablado porque una princesa vecina, que tenía siete islas de dote, no quería aceptar por esposo al mayor de sus hijos; y al punto fue enviado un mensajero a Desperdicio para ordenarle que se personase en la corte sin pérdida de momento.
-Mañana es primero de abril -j-dijo éste-, y marcharé contigo dos horas después de la salida del sol.
El mensajero durmió aquella noche en el castillo y, en cuanto el astro del día hubo asomado por el horizonte, vino el cuco con la hoja de la alegría en el pico.
-La corte es un bello lugar -j-dijo el pájaro cuando le refirió el remendón que pensaba ponerse en camino-; pero yo no puedo ir allá, porque me tenderían lazos y al fin lograrían cazarme; de suerte que habéis de guardar con cuidado las hojas que os he traído, y darme, de despedida, una rebanada de pan de cebada.
Mucha pena costó a Desperdicio separarse del cuco; pero le dio una gruesa rebanada de pan y, después de coser las hojas al forro de su jubón de cuero, partió con el mensajero en dirección, a la corte. j
Su llegada causó gran sorpresa; pero, apenas hubo conversado con [él el monarca por espacio de media hora, olvidó enteramente a la princesa y a sus siete islas, y ordenó que se organizase un gran festín en obsequio del recién llegado. Los príncipes de la sangre, los grandes señores y damas, los ministros de Estado y los magistrados del país fueron después a conversar con Desperdicio, y cuanto más hablaban con él, mayor era la satisfacción interior que sentían, pues jamás habían conocido una influencia moral tan poderosa.
Asignaron al remendón un cuarto en el palacio y un sitio en la mesa del rey; uno le envió trajes magníficos, y otro joyas muy costosas; pero en medio de toda su grandeza seguía usando su viejo jubón de cuero, prenda no muy del agrado de la servidumbre real. Un día en que el paje principal hizo fijar en ella la atención del monarca, preguntó éste a Desperdicio por qué no se la daba a un mendigo; pero el remendón respondióle:
-Poderoso y alto señor: he usado este jubón mucho antes que los trajes de seda y terciopelo, y me hallo con él mucho más cómodo que con los trajes de corte. Además, gracias a él, no me ensoberbezco nunca, pues me recuerda la época en que constituía para mí el traje de los días festivos.
Encontró el rey extraordinariamente acertado este razonamiento, y dispuso que se le permitiese 1 uso del jubón de cuero. Así fueron las cosas, y Desperdicio siguió prosperando en la corte hasta el día en que perdió su jubón, como podrá ver el curioso lector en la continuación de este cuento, que insertamos en otro lugar de esta misma obra.
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