LA SEÑORITA BEBÉ Y EL CAPITÁN AZUL
Nina era una linda niñita de ojos azules y cabello negro, pero adolecía de un grave defecto. Era muy mala y cuando no veía satisfechos sus caprichos se dejaba dominar por su mal genio.
Una noche su mamá la acostó más temprano que de costumbre, en castigo de haber peleado con su hermano Luisín. La niña se estuvo quieta en la cama durante algún tiempo, abrazada a su hermosa muñeca, pero, de pronto, a impulsos de un arrebato de cólera, golpeó con fuerza a la pobre señorita Bebé.
-¡Ya no te quiero! -le dijo Nina-. ¡Y tampoco quiero a nadie!
Y poniéndose de pie en la cama, arrojó la muñeca a un extremo de la habitación: luego se deslizó entre las sábanas y se durmió tranquilamente, como suelen hacerlo los niños.
La pobre víctima de aquella rabieta cayó de cara en un rincón del dormitorio, y se rompió la nariz. Pero, como era muy buena, no dio siquiera un grito y se quedó en el lugar en que cayera. Media hora más tarde llegó la nodriza para acostar a Luisín, y el niño, después de haber llamado inútilmente a su hermanita, se durmió de la misma manera que aquélla.
-¡Cuan desgraciada soy! -dijo la señorita Bebé al ver que los dos niños dormían ya. Como apenas hablo, como poco y no rompo nada, todos se figuran que no pienso, veo ni siento. Pero se equivocan.
-Están en un error, señorita Bebé -exclamó el Capitán Azul, bonito soldado de plomo a quien Luisín había tirado aquella mañana al mismo rincón en que cayera la muñeca arrojada por su hermana.
-Los niños se imaginan que, como no lloramos cuando nos hacen daño, no sufrimos, pero no es así -añadió el Capitán, dando un suspiro de pena-. Mire usted mi pobre cabeza. Luisín la ha retorcido hasta arrancármela casi de los hombros.
-Pues repare usted en mi nariz -dijo la señorita Bebé-. Nina me la ha roto. ¿Vale la pena tener verdaderos cabellos rubios, mejillas encarnadas muy bien pintadas y ojos azules que se abren y se cierran, para que me traten así?
-Siento mucho su desgracia, señorita -dijo el Capitán Azul-, pero aun cuando quisiera, no puedo remediarla pegando su nariz, así como a usted no le es posible enderezarme la cabeza. Somos juguetes muy maltratados y nunca seremos otra cosa. Por mucho que hagamos no cambiará nuestra suerte.
-No, no -replicó la muñeca con misterio-. Yo no seré siempre juguete, y espero que usted tampoco.
Y observando que con sus palabras había despertado la curiosidad del soldado, añadió:
-¿Quiere usted oír la historia de mi vida?
-Me gustan extraordinariamente las historias, señorita Bebé -contestó el Capitán Azul- especialmente cuando son verdaderas.
-La mía lo es -replicó tristemente la muñeca-. Tal vez no lo creerá usted, mi querido Capitán Azul, pero no siempre he sido una cosa con cara de porcelana, cuerpo de pasta y ojos que se abren y se cierran. No ha mucho era yo una hermosa niña, vivía en una linda casa y tenía más juguetes de los que necesitaba. Desgraciadamente, era como Nina, es decir, una niña muy mala, y, por tanto, una molestia para todos los que me rodeaban. Una tarde, en cuanto me hubieron acostado, en castigo de haber echado al fuego la cabeza de mi muñeca, se presentó un hada en mi habitación y me convirtió en muñeca. “No recobrarás tu propia forma” dijo, mirándome irritada, “hasta que una niña tan mala como tú te haya causado los mismos sufrimientos que has infligido a los demás, y en tanto que esta niña mala no se reporte y sea buena”.
-Pues, sin duda, ya se ha cumplido la primera parte de tu castigo -observó el Capitán Azul, mirando la rota nariz de su interlocutora.
-Sí -contestó la señorita Bebé-; Nina es, ciertamente, tan mala como yo era. Pero, ¿cuándo será buena? Temo que el hada venga y la convierta también en muñeca. Me atrevo a suponer que usted ya sabe, Capitán Azul, que todas las muñecas son niñas, que han sido transformadas en castigo de su maldad.
-No -repuso el Capitán Azul- no lo sabía. Pero en cambio, -añadió en voz baja-, tal vez usted, señorita, ignora que los soldados son, en realidad, niños metamorfoseados por un mago muy sabio y muy viejo. Yo era un niño muy malo. Solía recorrer la casa armado de mi espada de madera, tropezando con todo y derribando cuanto hallaba en mi camino. Rompí los floreros de mi mamá, y volqué el tintero de mi papá. Por esta razón fui transformado en un soldadito de plomo, y no me libraré del encanto hasta que el niño a quien pertenezco sea bueno. Pero ya empiezo a perder las esperanzas de que Luisín se reforme. En mí puede usted ver, señorita Bebé, el único superviviente de un grande ejército. Sí, a mis órdenes tenía esta misma mañana cuarenta y ocho hombres, pero Luisín les rompió la cabeza a todos y me arrojó a este rincón, porque no pudo arrancar la mía. Por esta razón dije antes: “Somos juguetes muy maltratados y no seremos nunca otra cosa”.
-Por mi parte, según he indicado -exclamó la señorita Bebé-, todavía tengo la esperanza de alcanzar tiempos mejores. ¿Ha observado usted cuan intranquilo es el sueño de Nina desde que empezamos a conversar? Estoy segura de que ha oído toda nuestra plática, porque sólo está medio dormida. Sin duda se figura que sueña, pero mañana por la mañana recordará nuestras palabras y tal vez sea en adelante una niña buena e induzca a Luisín a que se porte bien.
Y los dos juguetes que antes fueron niños, no hablaron más. En cuanto Nina despertó a la mañana siguiente, se subió a la cama de Luisín y le relató su maravilloso sueño. Ambos niños se propusieron ser muy buenos en adelante por consideración a la muñeca y al soldadito de plomo; y cuando algunos días después, su mamá, que estaba muy satisfecha, les dio nuevos juguetes a cambio de los viejos y rotos, los niños comprendieron que, por fin, la señorita Bebé y el Capitán Azul habían recobrado su infantil naturaleza.
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