LA HISTORIA DE LAS NARICES


En Dewitz,  pueblo de los alrededores de Praga, había una vez un colono rico y extravagante que tenía una hija casadera muy bella. Los estudiantes de Praga (de los cuales había por entonces unos veinticinco mil) se alejaban con frecuencia en sus paseos por el lado de Dewitz, y más de uno hubiera empuñado de buena gana el arado, con tal de llegar a ser yerno del colono. Pero, ¿cómo lograrlo? La primera condición que el astuto labriego imponía a cada nuevo trabajador que recibía, era ésta: “Te tomo por un año, es decir, hasta que el cuclillo vuelva otra vez con su canto a anunciar el retorno de la primavera. Si de aquí a entonces me dices una sola vez que no estás contento, te corto la punta de la nariz. En justa compensación -solía añadir, riéndose-, te otorgo sobre mi persona idéntico derecho”. Y tal como lo decía, así lo ejecutaba. Praga estaba llena de estudiantes con la punta de la nariz pegada artificialmente, según sus cicatrices delataban, y ellos eran blanco de las burlas de todos sus compañeros. Regresar de Dewitz desfigurado y ridículo era más que suficiente para enfriar la más ardiente pasión.

Sin embargo, un tal Coranda, joven tosco y gordinflón, pero frío, astuto y ladino, condiciones muy a propósito para hacer fortuna en la vida, quiso intentar la aventura. Acogióle el colono con su amabilidad ordinaria y, una vez cerrado el contrato, envióle a labrar la tierra. A la hora del almuerzo, llamaron a los otros criados, pero, de intento, dejaron de avisar a Coranda; y cuando, por la tarde, fueron a comer, hicieron exactamente lo mismo. Coranda no se inmutó; regresó a la vivienda y, mientras que la mujer del colono les echaba de comer a las gallinas, descolgó del techo de la cocina un enorme jamón, tomó un gran pan del arca y marchóse al campo a comer y dormir una buena siesta.

Cuando regresó, ya oscurecido, preguntóle el colono:

-¿Estás contento?

-¡Mucho! -contestó Coranda-. He comido mejor que vos.

Mas he aquí que la mujer del colono llega despavorida, gritando:

-¡Al ladrón! ¡al ladrón!

Nuestro hombre rompe a reír; el arrendador palidece.

-¿No estáis contento? -preguntóle Coranda.

-Un jamón no es más que un jamón -respondió el amo-. No me apuro yo por tan poco.

Pero en lo sucesivo tuvieron buen cuidado de no dejar en ayunas a nuestro joven estudiante.

Por fin llegó el domingo. El colono y su mujer montaron en un carro para trasladarse a la iglesia, y dijeron al supuesto criado:

-Cuídate de la comida; habrás de poner en la olla este pedazo de carne, y le añadirás cebollas, zanahorias y perejil.

-Está bien -contestó Coranda.

Había en la granja un perrito faldero, que atendía por Perejil. Coranda cortóle el pescuezo, lo despellejó y lo puso a hervir en la olla. Ya de regreso, buscó la dueña a su perro favorito; mas, ¡ay!, sólo encontró su piel ensangrentada que colgaba de los hierros de una ventana.

-¿Qué has hecho? -dijo a Coranda.

-Lo que me habéis mandado, señora: he echado en la olla cebollas, zanahorias y Perejil.

-¡Bestia! -gritó el colono-, ¿has tenido valor para matar a ese inocente animal, que era la alegría de la casa?

-¿No estáis contento? -dijo Coranda, sacando una navaja del bolsillo.

-No quiero decir eso -replicó apresurado su amo-. Un perro muerto no es más que un perro muerto.

Y suspiró amargamente.

Pocos días después, el colono y su mujer se fueron al mercado; mas como desconfiaran de su terrible sirviente, dijéronle al salir:

-Quédate en la casa y no hagas nada que a ti se te ocurra; limítate a hacer lo que veas que hacen los demás.

-Está bien -respondió Coranda.

Había en el patio un viejo cobertizo cuyo techo amenazaba ruina. Vinieron a repararlo los alhamíes, y según tienen por costumbre, comenzaron por demolerlo. Y he aquí a nuestro Coranda que coge una escalera, sube al techo de la casa, que era nuevo, y tejas, mortero, ladrillos, alfardas, tirantes,... todo lo arranca y lo dispersa a los cuatro vientos. Cuando regresó el colono, se encontró la casa al raso.

-¡Bestia! -gritó indignado-, ¿qué nueva barrabasada me has hecho?

-Me he limitado a obedeceros, señor -replicó Coranda-. ¿Acaso no estáis contento? Y requirió la navaja.

-Contento sí lo estoy -respondió el colono, refrenándose-; ¿por qué habría de disgustarme? Por algunas tejas y vigas más o menos no me arruinaré ciertamente.

Y suspiró resignado.

Llegada la noche, convinieron el colono y su esposa en que no había más remedio que concluir con aquel diablo encarnado; mas, como eran gentes sensatas, nada hacían sin consultarlo con su hija, pues es creencia general en Bohemia que los hijos tienen siempre más ingenio que los padres.

-Papá -propuso Elena-., me ocultaré al amanecer en un peral frondoso e imitaré desde allí el canto del cuclillo; le dirás a Coranda que ha transcurrido el año, puesto que ya canta el cuclillo; le pagarás su salario y lo despedirás.

Dicho y hecho. A partir de la mañana siguiente, se oye en toda la campiña el grito lastimero del ave primaveral: ¡Cucú!, ¡cucú!

¿Quién aparentó mayor sorpresa? El colono, sin duda.

-¡Ah, hijo mío! -dijo a Coranda-, ya llegó la primavera. ¿No oyes cómo canta el cuclillo en aquel frondoso peral? Ven, que voy a pagarte, y nos separaremos como buenos amigos.

-¡Un cuclillo! -exclamó Coranda-. Jamás he visto ese pájaro.

Corre presuroso hacia el árbol, lo sacude con fuerza, resuena un grito de angustia, y cae de entre las ramas una joven, con más susto que daño, gracias a Dios.

-¡Criminal! ¡Asesino! -comenzó a gritar el colono.

-¿No estáis contento? -preguntóle Coranda, sacando a relucir su navaja.

-¡Miserable! ¡Has matado a mi hija y quieres todavía que esté contento! Márchate al momento, si no quieres perecer entre mis manos.

-No partiré sin haberos antes cortado la nariz -replicó Coranda con gran flema-. Yo lie cumplido mi palabra; haced vos honor a la vuestra.

-¡Horror! -exclamó el colono, cubriéndose con ambas manos el nasal apéndice-. ¿No me permitirás que redima la nariz, pagándotela bien?

-Accedo -dijo Coranda.

-¿Quieres diez carneros por ella?

-No.

-¿Dos bueyes?

-No.

-¿Diez vacas?

-No; prefiero cortaros la nariz.

Y se puso a afilar la navaja sobre el escalón de la puerta.

-Papá -dijo al fin Elena-, la falta es mía, y yo la repararé. Coranda, ¿queréis mi mano a cambio de la nariz de mi padre?

-Sí -respondió Coranda.

-Impongo una condición –observó vivamente la joven- que subsista entre nosotros dos el trato que teníais con mi padre. El primero que no se halle contento en el matrimonio, perderá la nariz.

-Está bien -dijo Coranda-. Preferiría que fuese la lengua; pero todo se andará.

Jamás hubo en Dewitz boda más celebrada, ni es posible imaginar pareja más venturosa. Coranda y la bella Elena fueron modelos de esposos. Nunca oyó nadie quejarse a la mujer ni al marido; se amaron de manera entrañable y, gracias a su ingenioso contrato, conservaron durante toda la vida su amor y sus narices.


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