LA BELDAD Y EL MONSTRUO
Un rico mercader tenía tres hijas, de las cuales las dos mayores eran feas y displicentes, pero la menor era tan afable y hermosa, que la llamaban Beldad. Un día el mercader perdió casi todo su dinero, y en consecuencia hubo de vender su magnífica casa y trasladarse con sus hijas a una cabaña. Era demasiado pobre para continuar teniendo criados, pero Beldad se encargó voluntariamente de todo el trabajo de la casa, y aun procuraba buscar excusas para disculpar a sus perezosas hermanas, cuando éstas se quedaban hasta muy tarde en cama y dejaban a la menor que las sirviera durante el resto del día.
Sucedió cierta vez que, mientras el mercader estaba trabajando en su jardín, le fue entregada una carta; la abrió y se enteró de que si iba a cierta ciudad distante, podría conseguir trabajo. Rebosante de júbilo por su buena suerte, abrazó a sus hijas y se dispuso a partir.
-¿Qué he de traerte cuando vuelva? -preguntó a Beldad.
-Yo quiero un vestido nuevo-gritaron a la vez las dos hijas mayores, antes de que respondiera aquélla.
-Os traeré el mejor que pueda, queridas hijas -contestó el mercader.
-Y tú, Beldad, ¿qué quieres que te traiga?
Beldad comprendía la pena que causaba a su padre el ver que no tenía, como antes, dinero para comprar costosos regalos a sus hijas, por lo cual dijo sencillamente:
-Una rosa, padre, sólo una bonita rosa, si la encuentras-. Y ya sabía ella que este regalo no había de costarle nada.
El mercader partió, y después de caminar durante todo un día, llegó a la ciudad a la cual se encaminaba, donde realizó sus negocios. Al día siguiente estaba ya de regreso, pero, a poco de haber andado echó de ver que había equivocado el camino. Hallábase en medio de un gran bosque y comprendió, desde luego con mucha pena, que le sería difícil hallar a quien pudiera indicarle la verdadera ruta que lo llevara a su hogar.
Después de haberla buscado en vano durante muchas horas, se levantó una terrible tempestad, y el mercader, en su aflicción, subióse a un árbol, con la esperanza de descubrir una luz que le guiara a alguna casa. Y en efecto, vio una luz, y al punto descendió del árbol y montó en su caballo. Al poco rato estaba delante del portal de un suntuoso castillo.
Aguardó un momento, pero como no aparecía persona alguna, se apeó y subió por la escalinata. La casa estaba iluminada espléndidamente y por todas partes se veían señales de un lujo realmente extraordinario.
El mercader atravesó el gran vestíbulo, que estaba hecho un ascua de oro, y se encontró en una elegante habitación, en cuyo centro había una mesa muy bien abastecida; como tenía muchísimo apetito, se sentó ante ella y comió opíparamente. Cuando hubo terminado, empezó a sentirse rendido por el sueño, y al abrir una habitación, vio que daba acceso a un dormitorio muy cómodo. Entró en él, se desnudó y metióse en la cama. Pronto se quedó dormido.
A la mañana siguiente, con gran extrañeza suya, halló un nuevo traje en el lugar donde había dejado el traje viejo, y aunque le maravilló este cambio, se puso el rico vestido y pasó al comedor, donde pudo ver que el almuerzo le estaba ya aguardando.
Terminada su excelente refacción, se levantó y fue a pasearse por el jardín. Las flores eran magníficas, y la presencia de un hermoso rosal le hizo recordar la petición de su hija menor. Detúvose ante el rosal y cortó un lindo capullo, que después se prendió sobre el pecho. Al propio tiempo oyó un extraño ruido, y levantando la vista, se halló frente a frente del hombre más feo que nunca jamás se ha visto. Aquel hombre tenía de tal el cuerpo; pero la cabeza era de bestia. El mercader se puso a temblar.
-¡Hombre desagradecido! --bramó el monstruo-. ¿No te alimenté cuando estabas hambriento y te di albergue durante la noche? No obstante, me recompensas robándome mis flores. La ingratitud es un pecado que no puedo perdonar; dentro de una hora morirás.
-¡Perdóname, te lo ruego! -exclamó el mercader echándose a sus pies-. Si cogí una rosa fue tan sólo para mi hija, y si te hubiera encontrado antes, te habría dado las gracias por todas tus bondades.
Después de algunas súplicas, el monstruo otorgó el perdón al pobre hombre, pero haciéndole prometer que mandaría al castillo, en su lugar, al primer ser animado que viese al volver a su casa; y el mercader, que confiaba que éste sería su perro, pues siempre el can corría a recibir a su dueño mucho antes que nadie hubiera oído sus pasos, prometió gustoso lo que le exigía aquella horrible criatura, y partió.
Con gran horror suyo, la primera que se presentó a su vista, al acercarse a su casa, fue Beldad.
-¡Oh, qué hermosa rosa! -dijo ella, y besó la flor.
-¡Ay! -exclamó el pobre padre tristemente-. ¡No sabes tú cuan cara me ha costado!-. Y después de entrar en la casa con Beldad, le contó su extraña aventura.
Al siguiente día los dos partieron para el castillo, donde encontraron una espléndida cena que les aguardaba. Sentáronse a comer, y apenas habían terminado cuando se presentó el monstruo, quien miró a Beldad complacidamente. Al verlo, la joven, horrorizada, se abrazó estrechamente a su padre. “¡Qué hombre tan espantoso!, pensó. Estoy segura de que me va a matar ahora mismo”.
Pero el monstruo no quería quitar la vida a una persona tan amable, y dijo al padre que si él marchaba a su casa y dejaba allí a su hija, ésta no sufriría daño alguno.
De modo que el mercader, después de montar a caballo, se despidió tristemente de su hija y la dejó sola en aquel gran castillo. En todo el día el monstruo apenas se acercó a la joven, y cuando llegó la noche, le mostró un hermoso cuartito, diciéndole que era el suyo. Y debía serlo, sin duda, pues en la puerta estaba escrito: “Cuarto de Beldad”, y dentro había cuanto ella podía haber deseado. Aquella noche Beldad soñó que un hada se le aparecía y le rogaba que no tuviera miedo, pues estaba en seguridad.
A la mañana siguiente se levantó temprano y fue a pasearse por los jardines; pero no vio en ellos a nadie, y cuando sintió apetito, fue al comedor donde se encontró con el monstruo.
-¿Te parezco deforme, eh? -le preguntó éste.
-Sí -contestó Beldad.
Pero hablóle él con tanta afabilidad, que ella sintió verdadera compasión por aquel desgraciado, quien, al fin, suspiró y la dejó.
El siguiente día se volvieron a encontrar.
-¿Quieres casarte conmigo, Beldad? -preguntó el monstruo.
-¡Oh, no, no, no! -exclamó ella, pues, por más que le compadeciese, no podía soportar la idea de casarse con él, y el monstruo se fue muy desconsolado.
Poco tiempo después, Beldad mirábase en un espejo mágico. El espejo le dijo que su padre estaba muy enfermo, por lo cual la primera vez que volvió a ver al monstruo, pidióle permiso para volver a su casa.
-Si te vas, tu ausencia me matará -dijo el monstruo-, pero antes que verte descontenta, sufriría yo cualquier pena. Ve, pero has de volver dentro de una semana.
Al partir le dio el monstruo una sortija mágica, que Beldad debía llevar siempre consigo, hasta su regreso al castillo. La joven quedó sorprendida al notar la gran tristeza que le causaba el separarse de aquella descomunal y deforme criatura.
El mercader se alegró tanto de ver a su hija viva y sana, que recobró rápidamente la salud, y Beldad se sentía tan feliz de hallarse otra vez en su casa, que olvidó completamente su promesa hecha al monstruo. Pasó una semana, y luego otra, hasta que una noche soñó que el monstruo estaba muerto. En esto rompió a llorar y se despertó. Se vistió aceleradamente, y, valiéndose de la virtud mágica de su sortija, estuvo muy pronto de vuelta en el castillo.
Corrió al jardín y halló al monstruo desvanecido y recostado en el suelo junto al surtidor. Beldad le echó un poco de agua en la cara. Luego volvió él de su desmayo, y en cuanto vio a la joven, sonrió contento.
-No podía vivir sin ti -dijo con voz apagada-, por eso dejaba de comer para morirme de hambre.
-¡Oh, no morirás! -exclamó Beldad-, quiero casarme contigo; sí, quiero de veras casarme contigo, porque es mejor ser buena y afable que tener un rostro bello.
Mientras decía esto, empezó a verificarse un cambio extraño en el monstruo, que en breves instantes transformóse en un hermoso príncipe, del cual la joven se enamoró al instante.
Beldad estaba tan atónita que apenas podía dar fe de lo que veían sus ojos, pero el joven príncipe la tomó de la mano y le contó que un hada perversa había arrojado sobre él un hechizo que no podía ser deshecho hasta que alguna bondadosa muchacha prometiera casarse con él, deforme como estaba.
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