EL VELLOCINO DE ORO Parte 2 - Nataniel Hawthorne
Para distraerse durante el viaje, los héroes hablaban del Vellocino de Oro. Según decían, había pertenecido en un principio a un carnero de la Beocia, que había llevado sobre su lomo a dos niños cuya vida corría grave riesgo, huyendo con ellos por tierra y por mar hasta llegar a Coicos. Uno de los niños, llamado Helle, cayó al mar y se ahogó; mas el otro, cuyo nombre era Frixo, fue conducido sano y salvo hasta la playa por el fiel carnero, que llegó tan rendido que, al punto, cayó al suelo y murió. En memoria de su buena acción y como testimonio de su fidelidad, el vellón del pobre animal fue convertido milagrosamente en oro y vino a ser uno de los objetos más hermosos que puedan verse en la tierra. Se lo colgó en un árbol de un bosque sagrado, donde se conservaba todavía después de no sé cuántos años, siendo la envidia de reyes poderosos, que no tenían en sus palacios nada que se le pudiese comparar en magnificencia.
Los Argonautas no tardaron en desembarcar en Coicos. Cuando el rey de aquel país, llamado Aetes, tuvo noticia de su llegada, llamó enseguida a Jasón. El rey era un hombre severo y cruel, y por más que quiso disimular fingiendo cortesía y hospitalidad, lo halló Jasón tan poco simpático como al malvado rey Pelias que había destronado a su padre.
-Bienvenido seas, valiente Jasón -dijo el rey Aetes-. Dime: ¿estás haciendo un viaje de recreo, o andas acaso tras el descubrimiento de islas desconocidas, o qué otra causa me proporciona el gusto de verte en ésta, mi corte?
-Soberano señor -contestó Jasón, haciendo una reverencia; porque es de advertir que Quirón le había enseñado a usar de buenos modales, tanto si hablaba con pobres como si lo hacía con potentados-. Soberano señor, he venido aquí con un fin, para alcanzar el cual pido licencia a Tu Majestad. El rey Pelias, que se sienta en el trono de mi padre, al cual tiene tanto derecho como a éste en que Tu Majestad se sienta, se ha comprometido a bajar de él y a hacerme entrega de su cetro y corona con la condición de que le lleve el Vellocino de Oro. Éste, como sabes, está colgado de un árbol aquí, y te suplico humildemente me permitas llevármelo.
-¿No sabes -le preguntó el rey Actos, mirándolo con severidad- cuáles son las pruebas a que te has de someter antes de hacerte dueño del Vellocino de Oro?
-He oído decir -respondió Jasón-que un dragón está de centinela bajo el árbol del tesoro y que todo hombre que se acerca a él corre el riesgo de ser devorado de un bocado.
-Cierto -dijo el rey con una sonrisa de dudosa intención-; cierto, amigo mío. Pero, hay otras cosas tan peligrosas, por no decir más, antes de gozar el privilegio de ser devorado por el dragón. Entre ellas, habrás de domar mis dos toros de patas y vientre de bronce, que Vulcano, el maravilloso herrero, forjó para mi solaz. Sus estómagos son hornos encendidos y por los hocicos despiden un fuego tan abrasador que, hasta el presente, cuantos se han acercado a ellos han quedado al punto hechos cenizas. ¿Qué me dices de esto, amigo Jasón?
-Arrostraré el peligro -contestó Jasón con sencillez-, puesto que me cierra el paso para lograr mis fines.
-Después de haberme domado los toros feroces -prosiguió el rey Aetes, que se proponía atemorizar a Jasón-, habrás de uncirlos a un arado, con el cual labrarás la tierra sagrada del campo de Marte, donde sembrarás luego algunos de los dientes del dragón; de estos dientes cosechó Cadmo un ejército de bien armados guerreros. Los hijos de los dientes del dragón son una pandilla de forajidos que no se dejan gobernar por nadie; no sé cómo te las compondrás para que no caigan sobre vosotros y no os maten a todos. Tú y tus cuarenta y nueve Argonautas no sois bastante fuertes ni numerosos para vencer el ejército que nacerá en aquel campo.
-Mi maestro Quirón -respondió el joven-, me contó tiempo ha la historia de Cadmo. Quizá pueda dominar a los turbulentos hijos de los dientes del dragón, como lo hizo Cadmo.
-Puesto que así lo quieres, príncipe Jasón -añadió en voz alta y tratando de hablar con amabilidad- por hoy descansa, y mañana prueba tu habilidad en conducir el arado.
Durante esta plática entre el rey y Jasón, una hermosa doncella permanecía inmóvil detrás del trono, sin apartar la vista del joven extranjero y escuchando con la mayor atención cuanto se decía. Cuando Jasón salió de la sala, la doncella lo siguió.
-Soy la hija del rey -le dijo-, y me llamo Medea. Poseo muchos conocimientos que las demás princesas ignoran, y puedo hacer tales cosas, que todas se espantarán tan sólo con soñarlas. Si te quieres fiar de mí, te enseñaré lo que se debe hacer para domar los toros, sembrar los dientes del dragón y conquistar el Vellocino de Oro que buscas.
-Princesa -exclamó-: grandes deben de ser tu poder y tu sabiduría. Pero, ¿cómo podré hacer lo que dices? ¿Eres, acaso, una encantadora?
-Sí; lo has adivinado, príncipe Jasón -respondió Medea sonriendo-. Soy una encantadora; Circe, hermana de mi padre, me enseñó sus artes. Más te vale hallarme bien dispuesta en tu favor; que de otro modo, difícilmente te escaparías de las fauces del dragón.
-No me preocuparía mucho ese animal -replicó Jasón-, si supiese salir del paso al tratar con los toros de cascos de bronce y aliento de fuego.
-Si eres tan valiente como imagino y como es menester que lo seas -dijo Medea-, tu propio corazón te enseñará que no hay más que un medio para tratar con un toro indómito; adivínalo cuando llegue el momento del peligro. En cuanto al aliento abrasador de esos animales, tengo aquí un ungüento mágico que te preservará de quemarte y te sanará al momento si, por descuido, te chamuscas la piel.
La princesa le dio una cajita de oro, explicándole el uso del perfumado ungüento que contenía, dándole cita para la medianoche.
-Sé esforzado -añadió-, y antes de amanecer habrás domado los dos toros.
El joven le aseguró que no le faltaría valor, y se fue a encontrar a sus compañeros, a quienes contó cuanto había mediado entre él y la princesa, y les rogó estuviesen alerta por si se daba el caso de necesitar su auxilio.
A la hora fijada halló a la princesa en la escalinata del palacio del rey. Medea le dio un cesto, en el cual estaban los dientes del dragón que le fueron arrancados años atrás por Cadmo, y bajando los escalones de mármol, lo condujo por las calles desiertas de la ciudad hasta las tierras reales donde se hallaban los toros de bronce. La noche era estrellada y, hacia el Oriente, el cielo clareaba anunciando la próxima aparición de la luna. Llegados a las regias posesiones, Medea se detuvo y miró en torno de ella.
-Aquí están -dijo-, descansando y rumiando en el ángulo más lejano de este campo. Te aseguro que será muy divertido verles, cuando se den cuenta de tu presencia.
-Hermosa princesa -preguntó Jasón-: ¿tienes la seguridad absoluta de que el bálsamo de la caja de oro es un remedio eficaz contra tan tremendas quemaduras?
-Si dudas, si sientes el más ligero temor -dijo ella, mirándole fijamente a la luz de las estrellas-, más valiera que no hubieses nacido, antes que dar un paso más.
Pero Jasón estaba resuelto a todo, mientras pudiese ser dueño del Vellocino de Oro, y tengo la persuasión de que no hubiera renunciado a él, aun cuando le hubiesen asegurado que iba a quedar al instante calcinado, si daba un paso más. Por consiguiente, soltó la mano de Medea y audazmente marchó en la dirección que la princesa le había señalado. A alguna distancia vio cuatro columnas de encendido vapor que aparecían y desaparecían con regularidad, brillando con intermitencia en medio de las tinieblas. Este fenómeno, como comprenderéis, era causado por la respiración de los toros, que echaban el vapor inflamado por las ventanas del hocico mientras rumiaban tranquilamente.
Apenas había dado Jasón dos o tres pasos, cuando las cuatro columnas luminosas parecieron brotar con mayor abundancia: los toros habían oído sus pisadas, y levantaban sus ardientes narices, olfateando el aire. Jasón siguió adelante en dirección al vapor rojizo, y, por los movimientos de éste, adivinó que las fieras se habían levantado. Acercándose más, vio a los dos toros echar chispas y llamaradas; entonces despertaron los dormidos ecos con horrísonos rugidos, mientras que su aliento de fuego parecía abrasar todo el campo. Dio un paso más, y, de pronto, pusiéronse en movimiento las dos fieras, mugiendo como el trueno y despidiendo relámpagos que iluminaban la escena de tal modo, que el joven veía claramente cuanto le rodeaba, mejor aún que si fuese de día. Mas, su vista quedó fija en las horribles bestias que avanzaban galopando, haciendo temblar la tierra con sus cascos de bronce y azotando el aire con sus colas en alto, como tienen por costumbre los toros bravos. Su aliento agostaba la hierba; más aun: era tan abrasador que, llegando hasta el árbol muerto bajo el cual se había detenido Jasón, lo incendió como una inmensa tea. En cuanto a nuestro héroe, gracias al bálsamo encantado de Medea, la brillante llama acarició su cuerpo sin causarle el más leve daño, como si fuese de amianto.
Animado al verse incombustible, el joven esperó el ataque de los toros. En cuanto éstos bajaron el testuz, creyendo lanzarle al aire de una cornada, metiéndose entre los dos, cogió al uno por un cuerno y al otro por la cola con mano de hierro. La verdad es que sus brazos debían de estar dotados de una fuerza maravillosa. Pero los toros de bronce eran seres encantados, y Jasón, con su atrevida hazaña, había descubierto su parte vulnerable, rompiendo así el hechizo.
Una vez vencidos, era ya cosa fácil poner el yugo a los toros y uncirlos al arado, que estaba por allá abandonado y cubierto de moho desde una infinidad de años atrás; tanto tiempo hacía que nadie había sido capaz de arar aquel campo. Es de suponer que Jasón sabía abrir un surco en línea recta, y quizás esta habilidad le fue enseñada por el bueno de Quirón, unciéndose el mismo al arado. Sea como quiera, nuestro héroe aró muy bien aquella tierra, y cuando la luna había recorrido una cuarta parte de su camino en el firmamento, el campo labrado era una gran extensión de tierra negra, dispuesta a ser sembrada de dientes de dragón. Jasón los esparció en todas direcciones y los cubrió de tierra con el rastrillo, yendo luego a sentarse a un lado del campo, deseoso de ver lo que iba a ocurrir.
-¿Se hará esperar mucho el tiempo de la cosecha? -preguntó a Medea, que se había puesto a su lado.
-Ya llegará, tarde o temprano -respondió la princesa-. Siempre que se han sembrado dientes del dragón, no ha dejado de germinar un ejército de guerreros.
La luna estaba ya muy alta y sus rayos caían perpendicularmente sobre el lugar de la siembra, en el cual no se veía más que la tierra removida. Cualquier campesino hubiera dicho a Jasón que iba a verse obligado a esperar semanas enteras, si no quería moverse de allí hasta que el campo verdease, y largos meses antes de que la dorada mies estuviese madura y presta para la guadaña. Mas. gradualmente, fuese cubriendo el campo de algo que relucía a la luz de la luna como gotas de rocío; al poco rato, los puntos brillantes crecieron, apareciendo como puntas de lanzas. Después rompieron la tierra innumerables cascos de bruñido metal, debajo de los cuales fueron saliendo las caras hoscas y barbudas de otros tantos guerreros, impacientes por huir de la cárcel que los condenaba a la inacción. Su primera mirada al mundo fue de ira y de desconfianza. Poco a poco se fueron viendo las resplandecientes corazas; la mano derecha empuñaba la espada o la lanza; al brazo izquierdo iba ligado el escudo. Cuando el singular ejército de guerreros no había acabado todavía de salir de la tierra, todos a una, impacientes y coléricos, hicieron un violento esfuerzo y se arrancaron de sus propias raíces. Donde había caído un diente del dragón, allí mismo había surgido un guerrero armado para el combate. Aquellos hombres, con las espadas hicieron resonar los escudos y se miraron con odio unos a otros.
Los guerreros estuvieron un rato esgrimiendo sus armas, golpeando con ellas los escudos, ávidos de sangre y de combate, hasta que principiaron a gritar: -¿Dónde está el enemigo? ¡Adelante! ¡Muerte o victoria! ¡Ánimo, compañeros! ¡Vencer o morir! -y otras mil exclamaciones, con las cuales los soldados se animan entre sí en el campo de batalla, y que los guerreros recién nacidos parecían tener en la punta de la lengua. Por fin, los que formaban la primera línea descubrieron a Jasón, el cual, al ver relucir tantas armas, había desenvainado la espada. Al momento los hijos de los dientes del dragón consideraron a Jasón como enemigo y gritaron unánimemente: -¡Defendamos el Vellocino de Oro! -echando a andar con las espadas levantadas y las lanzas en ristre. Jasón comprendió que era imposible luchar solo contra aquel batallón sanguinario; su compañero, no sabiendo cómo salir del paso, resolvió morir, luchando con tanto valor como si él también hubiese nacido de un diente de dragón.
Sin embargo, Medea le mandó coger una piedra del suelo.
-¡Échala en medio de sus filas! -le dijo-. Ésta es tu única esperanza de salvación.
Los guerreros estaban ya tan cerca, que Jasón podía distinguir el fuego de sus ojos airados; arrojó la piedra, que fue a dar en el casco de un guerrero muy alto, que se abalanzaba hacia él con la espada desnuda. Del casco de éste la piedra rebotó en el escudo de su vecino y de allí saltó a la cara feroz de un tercero, hiriéndolo entre los dos ojos. Cada uno de los tres heridos por la piedra creyó que su compañero le había dado un golpe, y en vez de atacar a Jasón, los tres principiaron a luchar entre sí. Pronto reinó en aquella hueste la mayor confusión y vinieron unos y otros a las manos, aporreando, alanceando y acuchillando, quién cortando un brazo, quién una pierna, quién una cabeza; en fin, llevando todos a cabo tan notables hazañas, que Jasón estaba maravillado en grado sumo, no pudiendo, al propio tiempo, reprimir la risa al contemplar a aquellos vigorosos hombres castigándose mutuamente por una ofensa de la que él sólo era responsable. En un breve espacio de tiempo, casi el mismo que habían necesitado para desarrollarse, todos los hijos de los dientes del dragón, menos uno, fueron cayendo en el campo de batalla. El último sobreviviente, el más valeroso y robusto de todos, tuvo todavía fuerza suficiente para levantar sobre su cabeza la espada ensangrentada y dar un grito de triunfo: -¡Victoria! ¡Victoria! ¡Fama inmortal! -y cayó sin vida al lado de sus hermanos muertos.
Así acabó el ejército nacido de los dientes del dragón. Una lucha encarnizada fue el único goce de aquellos guerreros durante su breve existencia.
A la mañana siguiente se fue Jasón muy temprano al palacio del rey. Entrando en la sala de audiencia, se acercó al pie del trono o hizo una reverencia muy profunda.
-Tienes ojos de sueño, príncipe Jasón -le dijo el monarca-; se conoce que no has dormido en toda la noche. Supongo que habrás tomado una resolución más cuerda, no queriendo ya morir abrasado en el vano y temerario intento de domar mis toros de patas de bronce.
-Eso es ya cosa hecha, con permiso de Tu Majestad -replicó Jasón-. Los toros están domados y sometidos al yugo; el campo ha sido labrado y he sembrado en él los dientes del dragón; de ellos ha nacido un ejército de guerreros, que se han dado muerte los unos a los otros. Ahora, pues, solicito tu autorización para salir en busca del dragón, apoderarme del Vellocino de Oro y regresar a mi país en compañía de mis cuarenta y nueve compañeros.
El rey Aetes refunfuñó y se mostró muy enojado y preocupado; sabia que, de conformidad con su real promesa, había de permitir a Jasón la conquista del Vellocino, si su valor y habilidad no lo abandonaban. Pero era de temer que el joven que había sido tan afortunado en la aventura de los toros y de los dientes del dragón, tendría igual suerte al atacar al mismo dragón. Por consiguiente, aunque hubiera querido que Jasón pereciese en las fauces del monstruo, estaba resuelto a no exponerse a perder el codiciado tesoro, y en este propósito se revelaba toda la maldad que anidaba en su perverso corazón.
-No te hubieras salido con la tuya -le dijo-, si mi hija Medea, faltando a sus deberes, no te hubiese ayudado con sus hechizos. De obrar con lealtad, a estas horas no serías más que un montón de cenizas. Te prohíbo, bajo pena de muerte, que des un paso más para llegar al Vellocino de Oro. Hablándote con la mayor franqueza, debo decirte que, por más que te esfuerces, nunca pondrás en él los ojos.
Jasón se alejó de la presencia del rey muy afligido y enfadado. No se le ocurría otra cosa que reunir a sus cuarenta y nueve argonautas, encaminarse sin dilación al bosque de Marte, matar al dragón, apoderarse del Vellocino de Oro, embarcarse en el Argos y regresar a Yolcos. El éxito de su empresa dependía de que el dragón se comiese o no a los cincuenta héroes en otros tantos bocados. Mas, al bajar Jasón precipitadamente las escaleras del palacio, llamóle la princesa Medea y lo hizo retroceder. Los ojos de ella brillaban y eran tan penetrantes que a él le parecieron los de una serpiente, y aun cuando Jasón le estaba muy agradecido por los favores que le había hecho la noche anterior, no hubiera jurado que éstos no se pudiesen trocar en daño antes de la puesta del sol; porque hay que saber que nunca se puede uno fiar de las encantadoras.
-¿Qué dice el rey Aetes, mi augusto y justiciero padre? -preguntó Medea con una sonrisa apenas perceptible-. ¿Está ya dispuesto a ceder el Vellocino de Oro sin exponerte a nuevos riesgos ni molestarte más?
-Al contrario -respondió Jasón-; está muy enojado conmigo por haber domado los toros de bronce y sembrado los dientes del dragón, y me ha prohibido que intente nuevas hazañas, pues se niega rotundamente a cederme el Vellocino de Oro, aun cuando dé muerte al dragón.
-No es esto sólo, Jasón -dijo la princesa-. Si no te embarcas y alejas de Coicos antes de la salida del Sol de mañana, el rey quemará tu galera de cincuenta remos y te pasará a cuchillo junto con tus cuarenta y nueve compañeros. Mas, no te desalientes: el Vellocino de Oro será tuyo, si no está fuera del poder de mis encantamientos. Espérame aquí una hora antes de medianoche.
A la hora fijada hubierais visto otra vez al príncipe Jasón recorriendo cautelosamente las calles de Coicos al lado de la princesa Medea, dirigiéndose ambos al bosque sagrado en el centro del cual el Vellocino de Oro estaba colgado de un árbol.
Jasón siguió los pasos de Medea. internándose en el bosque de Marte, donde las grandes encinas centenarias formaban una bóveda que los rayos de la luna no podían atravesar. Habiendo penetrado en el corazón de la selva, Medea apretó la mano del joven héroe.
-Mira delante de ti -murmuró-. ¿Lo ves?
Columbrábanse entre las encinas venerables unos destellos, que no eran producidos por la luna, sino que se asemejaban a los dorados rayos del sol en su ocaso. Procedían de un objeto que parecía suspendido a una distancia del suelo como a la altura de un hombre, en el centro mismo del oscuro bosque.
Jasón avanzó algunos pasos y se detuvo absorto. Aquel preciosísimo tesoro que tantos héroes habían codiciado, pereciendo al buscarlo, víctimas de los peligros del viaje o del aliento abrasador de los toros de bronce, brillaba con luz propia de un modo maravilloso.
-¡Cómo resplandece! -gritó Jasón extasiado-. Parece empapado del oro más puro de las puestas de sol. Permíteme que me adelante a cogerlo y lo guarde en mi seno.
-¡No te muevas! -dijo Medea, deteniéndolo-. ¿Olvidas al encargado de su custodia?
La verdad es que, con el gozo de ver el objeto de sus deseos, el terrible dragón se había borrado por completo de la memoria del héroe. Mas no tardó en acaecer algo que le recordó los peligros que aún debía arrostrar. Un antílope, confundiendo, sin duda, aquel resplandor con el sol naciente, atravesó el bosque con la mayor ligereza. Al acercarse al Vellocino de Oro, oyóse de pronto un agudo silbido, y la inmensa cabeza y medio cuerpo cubierto de escamas del dragón, que estaba arrollado alrededor del tronco del árbol del cual colgaba el tesoro, se abalanzaron hacia el antílope, que desapareció al momento en las entrañas del monstruo.
Después de esta hazaña, el dragón pareció adivinar la presencia de alguna otra criatura viviente y quiso acabar el almuerzo. Avanzó su cabeza entre los árboles en todas direcciones alargando tanto el cuello que casi tocaba el sitio en que Jasón y la princesa estaban ocultos detrás de un tronco de encina. A fe mía que daba espanto y asco el ver moverse aquella cabeza ondulando en el aire y llegando hasta el alcance del brazo de Jasón. Abiertas las mandíbulas, su boca era tan grande como la puerta del palacio real, o poco menos.
-¿Qué tal, Jasón? -murmuró Medea, cuyo carácter era tan malo como el de todas las encantadoras, deseando ver temblar al osado mancebo-. ¿Qué me dices ahora de lo fácil que es apoderarse del Vellocino de Oro?
Jasón, en vez de contestar desenvainó la espada y dio un paso hacia adelante.
-¡Detente, loco! -dijo Medea, agarrándolo por el brazo-. ¿No ves que estás perdido sin tu ángel de la guarda, que soy yo? En esta caja de oro tengo un brebaje mágico que será mucho más eficaz que tu espada.
El dragón había oído voces humanas; rápida como una centella, su negra cabeza avanzó unos cuarenta pies de un solo movimiento, sacando una lengua como un dardo. Con un rápido ademán, Medea echó el contenido de la caja de oro en la enorme garganta del monstruo. Inmediatamente, el dragón silbó con furia, se agitó con la mayor violencia, lanzó su cola a las ramas superiores de la encina más corpulenta, que se vino abajo aplastando su copa contra el suelo, y, por fin, cayó tan largo como era y se quedó enteramente inmóvil.
-No es más que un narcótico -dijo la encantadora a Jasón-, Estas dañinas criaturas pueden ser de alguna utilidad, tarde o temprano; he aquí por qué no maté a ésta. ¡Date prisa! Coge el tesoro y vayámonos. Tuyo es el Vellocino de Oro.
Jasón lo descolgó del árbol y se alejó de aquel lugar, iluminando las tinieblas con los dorados destellos de su preciosa carga. Viendo Jasón a los dos hijos alados del Viento Norte, que estaban jugando a la luz de la luna a unos cuantos centenares de pies por encima de la tierra, les rogó dijesen a los demás argonautas que se embarcaran enseguida. Pero Linceo, con su penetrante vista, lo había ya descubierto con el Vellocino de Oro a cuestas, a pesar de ocultarlo a sus miradas varias paredes de piedra, una colina y las negras sombras del bosque de Marte. Advertidos por él, los héroes se sentaron en los bancos de la galera, sosteniendo los remos perpendicularmente, prontos a dejarlos caer en el agua.
Jasón, a medida que se iba acercando, oía mejor la voz de la escultura parlante, que lo llamaba cada vez de un modo más insistente, con su voz grave y dulce:
-¡Apresúrate, príncipe Jasón! ¡Si amas tu vida, apresúrate!
Subió a bordo de un salto. Los cuarenta y nueve héroes, al ver los esplendorosos fulgores del Vellocino de Oro, prorrumpieron en entusiastas aclamaciones; y Orfeo, pulsando la lira, entonó un himno de triunfo que pareció dar alas a la galera durante su viaje de regreso a la patria.
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