EL TIGRE QUE SE PRESENTA DE NOCHE
Narración de un viajero de la selva india
Un viejo leñador fue quien dio la noticia. ¡Un tigre había dado muerte a una pieza! Había arrastrado a su víctima hasta el cauce seco de un riachuelo y dejadola allí para tener asegurada otra presa; y yo me propuse estar en aquel paraje cuando volviese la fiera.
Aconteció este lance en las vertientes frondosas de una estribación del Himalaya, junto a la cual se extiende la selva por muchos kilómetros; y aunque los tigres son en aquella parte muy numerosos, era excesivamente difícil el cazarlos. Salvaban errantes inmensas distancias, y como la comida -era abundante, no se acercaban con frecuencia a las proximidades de puntos habitados por el hombre.
Eran las cuatro y media de la tarde cuando llegué allí. Encima de un sitio cubierto de hierba, en el cauce del río, veíase tendido el cuerpo de un sambar, la especie más grande que existe •en la India. El tigre habíale partido el cuello, devorado parte del cuerpo y dejado el resto para otra comida. Mi shikari, como llamamos al cazador en la India, me hizo un machan en un árbol que había a tres pasos.
Consiste el machan en unas cuantas ramas atadas juntas con plantas trepadoras formando una pequeña plataforma o tablado, algo parecido al nido de un pájaro de gran tamaño, y estaba a unos siete metros del nivel del suelo.
Me encaramé en mi nido, me oculté cuanto pude, y por medio de una cuerda que hice de dichas plantas, subí la carabina, el fusil y demás cosas de mi uso particular; marchóse el shikari, y quedé solo en mi atalaya.
Una selva india es verdaderamente un lugar desolado durante el día, y se puede caminar muy lejos en ella sin encontrar animales ni aves o una señal de vida; pero, hacia el caer de la noche, comienza el despertar, y me di cuenta entonces del grande y misterioso movimiento que reinaba ya en mis tristes alrededores. El astro de la noche se hallaba en su plenitud; y, sin embargo, en la selva reinaba la más completa oscuridad. En noches como aquélla no debía uno errar el blanco, y lograrlo era mi esperanza.
De repente, el ruido de una piedra quitada de su sitio púsome los nervios en tensión y dirigí la vista hacia el punto de donde procedía. Al fin, pude ver algo que se acercaba, y observé que era una hiena atraída por el olor de la carne muerta. Dio unos cuantos saltos en dirección del cuerpo del venado y comenzó a desgarrarlo.
Estaba yo en acecho contemplando lo que pasaba, cuando eché de ver un hermoso cervatillo que se hallaba a unos seis metros de distancia. Habíase aproximado en medio del silencio más absoluto. El cervatillo se parece bastante al venado manso y confiado de nuestros parques, y es además un animal muy simpático. Bajó la cabeza disponiéndose a pacer la hierba que por allí crecía, y levantóla de repente mirando obstinadamente en derredor. Notó al punto la presencia de la hiena, y se puso a contemplarla intensamente unos segundos, después de los cuales penetró en cuatro brincos en lo más intrincado de la selva. Apenas había desaparecido, cuando se presentaron dos puerco-espines, y pasaron por debajo del árbol en que me hallaba oculto. Luego tuve que aguardar mucho tiempo, hasta que vino otro ruido a interrumpir el silencio sepulcral que reinaba en la selva.
Esta vez el ruido fue más intenso. Conocíase que el nuevo visitante era amigo de hacerse anunciar; y era de seguro un animal o animales que no conocían el miedo. Apareció de repente un pequeño rebaño de elefantes, y, como por lo general son inofensivos, su proximidad no me alarmó lo más mínimo.
Al desaparecer en las sombras volvió a reinar nuevamente el silencio, y yo empezaba ya a sentirme algo amodorrado, cuando unos estridentes chillidos de monos, todavía distantes, me pusieron sobre aviso. Éstos anuncian al cazador que una pantera o un tigre pasan por debajo del sitio en que ellos se hallan. La hiena lo sabía también, y alzando la cabeza, dirigió la vista hacia la selva. Permaneció un momento en esta actitud y luego se marchó tranquilamente.
La modorra que se había apoderado de mí había ya desaparecido. Mis oídos anhelaban escuchar el más leve rumor y éste vino al fin. Era algo así como el bramido que produce el vendaval al soplar sobre un campo de trigo en sazón. Este ruido fue creciendo, creciendo, y luego apareció el rey de la selva india.
La sangre me azotaba los oídos, tanta era la rapidez en que mi corazón latía, y las manos me temblaban por la excitación en que me hallaba; pero no me atreví a aguardar que todo estuviese en calma, sabiendo, como sabía, que el tigre puede desaparecer en un segundo. Oyóse un tiro. Dio el felino un salto terrible en el aire y luego, antes de que yo tuviese tiempo de volver a disparar, se hundió en la espesura.
Creí haberlo perdido ya, y estaba escuchando el estrépito producido por la acelerada carrera de numerosas fieras espantadas por sus rugidos y mi disparo, cuando otros cinco rugidos salvajes, a un centenar de metros de distancia, hiriéronme comprender que el tigre estaba mortalmente herido; de lo contrario, habría estado ya a dos kilómetros de aquel sitio.
Nada más pude hacer hasta que vino la mañana, y aun entonces mi tarea podía ser arriesgada, pues aunque un tigre a veces no es peligroso, si no está herido, cuando lo está, no conoce el miedo y acomete a todo el que se presenta. No había ya necesidad de mantenerse quieto; y aunque dolorido de permanecer en aquella posición tantas horas, di movimiento a mis piernas entumecidas, encendí la pipa y me senté.
A las seis de la mañana llegó mi shikari, y le entregué la carabina; yo me quedé con mi magnífico fusil de doce tiros cargado con doce cartuchos de bala; seguidamente comencé la parte más excitante de mi aventura. Avancé con todas las precauciones imaginables por entre las altas hierbas, buscando las huellas del tigre.
Inesperadamente presentóse ante nosotros el destronado rey de la selva. Siguió un rugido de rabia concentrada, un movimiento de espesos arbustos, y la aparición de unas fauces terribles, que contrastaban con el brillante color de rosa de sus encías y la blancura de sus largos y afilados dientes y de unos ojos que arrojaban chispas de odio mortal y las armadas garras abiertas prontas a dar el zarpazo de la muerte. Instintivamente hice fuego. Hubo un crujido en la maleza, un golpe pesado, y luego, silencio: todo había terminado.
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