Primera Parte
En una apartada y montañosa región de Estiria había, en tiempos remotos, un valle de asombrosa y exuberante fertilidad, rodeado por todas partes de tajados y rocosos montes, cuyos elevados picos se hallaban eternamente cubiertos de nieve, y de los cuales descendían numerosos torrentes formando perennes cataratas. Uno de éstos bajaba hacia el Oeste, por la pared de un acantilado tan alto que, cuando el Sol se había puesto para el resto de la comarca, sumiéndolo todo en la sombra, sus rayos seguían cayendo sobre esta catarata, que, iluminada por ellos, presentaba el aspecto de una lluvia de oro. Y ésta era la razón de que la gente de los contornos la llamase, sin excepción, el Río de Oro.
Y, ¡cosa rara!, ninguno de estos torrentes llevaba sus aguas al valle mismo. Todos torcían el curso hacia el lado opuesto de las montañas y corrían después serpenteando por dilatadas llanuras y cruzando populosas ciudades. Pero los nevados picos atraían las nubes con tanta constancia, que éstas permanecían invariablemente suspendidas sobre aquella hondonada circular, de manera que, en tiempos de calor y sequía, cuando todos los terrenos contiguos se abrasaban, la lluvia jamás faltaba en el valle; y por eso sus cosechas eran tan abundantes, y su heno tan alto, y sus manzanas tan rojas, y sus uvas tan gordales, y su vino tan generoso, y tan dulce su miel, que era el asombro de cuantos lo veían, y se lo designaba comúnmente con el nombre de Valle del Tesoro.
Este espléndido valle pertenecía todo entero a tres hermanos, llamados Schwartz, Hans y Gluck. Los mayores, Schwartz y Hans, eran horrorosamente feos, con largas y cerdosas cejas que caían en desorden sobre unos ojos pequeños y apagados, siempre a medio abrir, de tal suerte que jamás era posible asomarse a su interior, en tanto que ellos parecían escudriñarle a uno hasta el alma.
Vivían del cultivo del Valle del Tesoro, y gozaban justa fama de buenos agricultores. Concluían con todo lo que pretendía vivir a costa de la finca. Perseguían a tiros a los mirlos, porque les picoteaban las frutas; destruían los erizos, por temor de que se pudiesen mamar la leche de las vacas; envenenaban a los grillos, porque se comían las migajas de pan de la cocina, y ahogaban a las cigarras, que solían cantar todo el año en los limoneros. Hacían trabajar rudamente a sus criados, sin darles salario alguno, hasta que éstos se negaban a continuar a su servicio; entonces reñían con ellos y los echaban sin pagarles.
Milagro hubiera sido que con semejantes terrenos y con tan singular sistema de explotación no hubiesen logrado reunir una fortuna considerable; en efecto, se hicieron muy ricos. Por regla general guardaban el grano que recogían, esperando a que por el doble de su valor; poseían montones de oro, esparcidos por todos los pisos de su casa; y sin embargo, no había noticia de que hubiesen dado jamás un centavo o un mendrugo al desvalido; en fin, eran de condición tan cruel e inhumana que todos los conocían con el remoquete de los Hermanos Negros.
El menor de ellos, Gluck, así en su apariencia exterior como en su manera de ser, era opuesto por completo a sus dos hermanos. Frisaba en los doce años; tenía los ojos azules, rubia la cabellera, y era bueno y afable con todos. No es preciso decir que no hacía muy buenas migas con sus dos hermanos mayores, o, por mejor decir, éstos eran los que no se llevaban con él nada bien. De ordinario, confiábanle la honrosa tarea de dar vueltas al asador, cuando había algo que asar, lo cual no era frecuente; le hacían limpiar el calzado, los suelos, y a veces también los platos, y en ocasiones le permitían que devorase las sobras que en ellos dejaban, por vía de alentadora remuneración, y le propinaban una cantidad espantosa de golpes a guisa de eficaces despertadores de las aptitudes del muchacho.
Mucho tiempo siguieron así las cosas. Al fin, vino un verano extraordinariamente seco, que ocasionó en la cercana comarca grandísimos perjuicios. Apenas se había acabado de guadañar y recoger el heno, una inundación arrancó de cuajo los almiares y los arrastró hasta el mar; el granizo destrozó la uva; el tizón dañó los cereales; sólo en el Valle del Tesoro, como de costumbre, se salvó todo. Del mismo modo que las nubes regaban su suelo, cuando los demás campos no recibían una gota de agua, así también el Sol lo calentó con sus rayos, en tanto que las otras tierras se helaron.
Acercábase el invierno a pasos agigantados y arreciaba el frío, cuando los dos hermanos mayores se marcharon un día, dejando a Gluck al cuidado del asador y recomendándole mucho que no permitiese entrar a nadie, ni diese nada. Sentóse el joven al lado mismo del fuego, pues llovía torrencialmente, y las paredes de la cocina no tenían nada de consoladoras ni secas. A fuerza de dar vueltas a la pierna de carnero, tomó ésta un aspecto dorado y apetitoso.
- Qué lástima -pensó Gluck-, mis hermanos nunca invitan a comer a nadie. Estoy seguro de que, teniendo una pieza de carnero tan exquisita como ésta, disfrutarían grandemente dando parte a otros infelices que carecen de todo alimento.
No bien hubo acabado de hacerse esta reflexión, cuando sonaron a la puerta de la casa dos golpes consecutivos, a un tiempo violentos y sordos, como si la aldaba hubiese estado forrada; algo así como dos resoplidos.
- Debe de ser el viento -pensó Gluck-, ¿quién sino él se aventuraría a dar en nuestra puerta dos golpes consecutivos?
Pero no era el viento, no. Nuevos golpes volvieron a resonar con inusitada violencia, y lo que aún era más raro, la persona que llamaba parecía traer mucha prisa y no temer las consecuencias de la acción que ejecutaba. Gluck acudió a la ventana, la abrió y asomó la cabeza para ver quién era el osado.
Era un viejecillo de la figura más rara que jamás había visto en su vida. Su larguísima nariz tenía un color ligeramente bronceado; a juzgar por sus carrillos, que eran rojos y redondos, cualquiera hubiera creído que había estado soplando sobre brasas durante cuarenta y ocho horas; los ojos le centelleaban alegres por entre largas y sedosas pestañas; sus bigotes se retorcían a cada lado de la boca, a modo de sacacorchos, y los cabellos, de un tinte rojizo, le caían hasta más abajo de los hombros. Tenía, aproximadamente, un metro y veinticinco centímetros de estatura, y llevaba un sombrero, en forma de capirote, de la misma elevación, adornado con una pluma negra de casi un metro de longitud, que se movía con el viento.alcanzase buen precio, y vendíanlo después por el doble de su valor; poseían montones de oro, esparcidos por todos los pisos de su casa; y sin embargo, no había noticia de que hubiesen dado jamás un centavo o un mendrugo al desvalido; en fin, eran de condición tan cruel e inhumana que todos los conocían con el remoquete de los Hermanos Negros.
El menor de ellos, Gluck, así en su apariencia exterior como en su manera de ser, era opuesto por completo a sus dos hermanos. Frisaba en los doce años; tenía los ojos azules, rubia la cabellera, y era bueno y afable con todos. No es preciso decir que no hacía muy buenas migas con sus dos hermanos mayores, o, por mejor decir, éstos eran los que no se llevaban con él nada bien. De ordinario, confiábanle la honrosa tarea de dar vueltas al asador, cuando había algo que asar, lo cual no era frecuente; le hacían limpiar el calzado, los suelos, y a veces también los platos, y en ocasiones le permitían que devorase las sobras que en ellos dejaban, por vía de alentadora remuneración, y le propinaban una cantidad espantosa de golpes a guisa de eficaces despertadores de las aptitudes del muchacho.
Mucho tiempo siguieron así las cosas. Al fin, vino un verano extraordinariamente seco, que ocasionó en la cercana comarca grandísimos perjuicios. Apenas se había acabado de guadañar y recoger el heno, una inundación arrancó de cuajo los almiares y los arrastró hasta el mar; el granizo destrozó la uva; el tizón dañó los cereales; sólo en el Valle del Tesoro, como de costumbre, se salvó todo. Del mismo modo que las nubes regaban su suelo, cuando los demás campos no recibían una gota de agua, así también el Sol lo calentó con sus rayos, en tanto que las otras tierras se helaron.
Acercábase el invierno a pasos agigantados y arreciaba el frío, cuando los dos hermanos mayores se marcharon un día, dejando a Gluck al cuidado del asador y recomendándole mucho que no permitiese entrar a nadie, ni diese nada. Sentóse el joven al lado mismo del fuego, pues llovía torrencialmente, y las paredes de la cocina no tenían nada de consoladoras ni secas. A fuerza de dar vueltas a la pierna de carnero, tomó ésta un aspecto dorado y apetitoso.
- Qué lástima -pensó Gluck-, mis hermanos nunca invitan a comer a nadie. Estoy seguro de que, teniendo una pieza de carnero tan exquisita como ésta, disfrutarían grandemente dando parte a otros infelices que carecen de todo alimento.
No bien hubo acabado de hacerse esta reflexión, cuando sonaron a la puerta de la casa dos golpes consecutivos, a un tiempo violentos y sordos, como si la aldaba hubiese estado forrada; algo así como dos resoplidos.
- Debe de ser el viento -pensó Gluck-, ¿quién sino él se aventuraría a dar en nuestra puerta dos golpes consecutivos?
Pero no era el viento, no. Nuevos golpes volvieron a resonar con inusitada violencia, y lo que aún era más raro, la persona que llamaba parecía traer mucha prisa y no temer las consecuencias de la acción que ejecutaba. Gluck acudió a la ventana, la abrió y asomó la cabeza para ver quién era el osado.
Era un viejecillo de la figura más rara que jamás había visto en su vida. Su larguísima nariz tenía un color ligeramente bronceado; a juzgar por sus carrillos, que eran rojos y redondos, cualquiera hubiera creído que había estado soplando sobre brasas durante cuarenta y ocho horas; los ojos le centelleaban alegres por entre largas y sedosas pestañas; sus bigotes se retorcían a cada lado de la boca, a modo de sacacorchos, y los cabellos, de un tinte rojizo, le caían hasta más abajo de los hombros. Tenía, aproximadamente, un metro y veinticinco centímetros de estatura, y llevaba un sombrero, en forma de capirote, de la misma elevación, adornado con una pluma negra de casi un metro de longitud, que se movía con el viento.
La singular apariencia del visitante causó a Gluck tal sorpresa, que quedó como paralizado, sin decir palabra, hasta que el viejecillo se volvió para arreglarse la capa que el viento amenazaba arrancarle. Al hacer este movimiento, reparó en la rubia cabeza del muchacho asomado a la ventana.
-¡Hola! -exclamó el viejecillo-. No es ésa la manera de contestar al que llama a la puerta. Déjame entrar, porque vengo hecho una esponja.
En efecto, estaba muy mojado. La pluma del sombrero caía lacia, cual la cola de un perro perseguido, y goteaba como un paraguas mojado; y de las puntas del bigote le chorreaban hilos de agua que penetraban en los bolsillos del chaleco, de los cuales se volvía a verter a manera de caño de molino.
-Perdonad, caballero -dijo Gluck-; lo siento muy de veras, mas no puedo.
-¿Qué es lo que no puedes? -replicó el viejecillo.
-No puedo dejaros entrar, caballero. Mis hermanos me matarían a palos si tal hiciese. ¿Qué necesitáis?
-¿Qué necesito? -interrogó con petulancia el viejecillo-. Necesito abrigo y fuego, y el que arde en tu chimenea cruje que es un contento, y sus llamas bienhechoras lamen retozonas las paredes sin que nadie se aproveche de ellas. Déjame entrar, repito; sólo deseo calentarme.
Gluck había sacado tanto la cabeza de la ventana que empezó a darse cuenta de que hacía realmente un frío insoportable, y cuando al volverse vio el fuego que crepitaba y rugía en la chimenea, cuyas llamas resplandecientes y largas parecían lamer la sabrosa pierna de carnero, que inundaba la estancia de apetitoso y suave aroma, enterneciósele el corazón y pensó que bien podría permitirle que se calentase, ya que con ello no habría de originar gasto alguno.
Y sin más, se fue derecho a la puerta de la calle, abrióla y, cuando entró el viejecillo, una racha de viento sacudió la casa, haciendo temblar las viejas chimeneas.
-Eres un buen muchacho -le dijo el hombrecillo-; nada temas de tus hermanos; yo me encargo de hablarles.
-Por Dios, señor, no hagáis semejante cosa -dijo Gluck-. No puedo permitir que permanezcáis aquí hasta que vengan, porque me matarían.
-¡El Señor se apiade de mí! -exclamó el viejecillo-. Tus palabras me espantan. ¿Cuánto tiempo podré permanecer aquí?
-Hasta que esté asado el carnero -dijo Gluck-, y ved que ya está bien dorado.
Entonces penetró el viejecillo en la cocina y se sentó en la poyata del lado del hogar, introduciendo el extremo de su sombrero por la chimenea, porque, en caso contrario, hubiera tropezado con el techo.
-Ahí no tardaréis en secaros -dijo el muchacho, poniéndose de nuevo a dar vueltas al asado.
Pero lejos de secarse, el agua resbalaba sin cesar de las ropas del anciano, y, cayendo sobre las ascuas, las hacía chirriar. El fuego se iba poniendo cada vez más mustio, amenazando apagarse. Cada pliegue de la capa parecía una gotera. El agua caía sin cesar.
-Perdonad, señor -dijo por último Gluck, después de contemplar durante un cuarto de hora cómo el agua se esparcía por la estancia, formando argentados y largos arroyuelos-, ¿me permitís que os quite la capa?
-No, gracias -respondió el anciano.
-¿Y el sombrero?
-Tampoco; no me estorba, gracias -contestóle el anciano algo enfurruñado.
-Pero, caballero -dijo Gluck con cierta timidez-, estáis apagando el fuego.
-Así tardará más en asarse el carnero -replicó con viveza su extraño visitante.
El proceder de su huésped tenía a Gluck desconcertado, su extraña mezcla de calma y humildad le impresionaba, y prosiguió dando vueltas al asador por espacio de otros cinco minutos, con aire meditabundo.
-El asado parece apetitoso -dijo el viejecillo de pronto-; ¿quieres darme una tajadita?
-Imposible, señor -respondió, rápido, Gluck.
-Tengo mucha hambre -añadió el hombrecillo-; ni ayer ni hoy he comido. Si cortásemos un trozo del codillo no lo echarían de menos.
Lo dijo en tono tan triste, que el muchacho se enterneció.
-Hoy me han prometido una tajada -le dijo-; os puedo ceder mi parte, pero ni una pizca más.
-Eres un buen muchacho -repitió el viejecillo.
Entonces Gluck calentó un plato y afiló un cuchillo.
Mientras el muchacho preparaba lo que habría de ofrecer al extraño hombrecillo del extraordinario sombrero, éste lo seguía con la mirada alegre y complacida.
“No me importa que me peguen por su culpa”, pensó. Pero apenas había cortado una buena tajada del carnero, sonó un golpe tremendo en la puerta. El hombrecillo saltó de la repisa como si le hubieran pinchado. Gluck volvió a adherir la tajada al asado, con la mayor exactitud posible, y corrió a abrir la puerta.
-¿Por qué nos has hecho esperar al raso, con lo que está lloviendo? -le gritó Schwartz, al entrar, tirándole el paraguas a la cara.
-¡Contesta, vagabundo! -le gritó Hans, dándole una terrible bofetada.
-¡Válgame el cielo! -dijo entonces Schwartz, abriendo la puerta.
-Amén -contestó el anciano, que se había quitado el sombrero y permanecía de pie en medio de la cocina.
-¿Quién es este hombre? -gritó Schwartz, cogiendo un hurgón y volviéndose con gesto amenazador hacia Gluck.
-No lo sé, hermanos míos -respondió éste horrorizado.
-¿Por qué está aquí -rugió Schwartz.
-Querido hermano -exclamó entonces Gluck con acento suplicante-, estaba tan mojado que me ha dado compasión.
Ya iba a caer el hurgón sobre la cabeza de Gluck, cuando, de pronto, el anciano interpuso el sombrero, contra el cual chocó aquel hierro, inundando la habitación el agua que despidió en la sacudida. Lo más raro fue que el hurgón, en el momento de dar con el sombrero, saltó de las manos de Schwartz, y volteando como una paja llevada por un remolino de viento, fue a caer en el rincón más apartado de la estancia.
-¿Quién sois, buen hombre? -le preguntó Schwartz, volviéndose hacia él.
-¿Qué os ha traído aquí -aulló Hans.
-Soy un pobre anciano, señores -empezó a decir modestamente el hombrecillo-, que, al divisar este fuego a través de la ventana, he pedido asilo por un cuarto de hora.
-Tened la amabilidad de marcharos -dijo Schwartz-. Ya hay bastante agua en la cocina y no queremos que se convierta en un estanque.
-El tiempo está demasiado frío, y no es muy humano arrojar de este modo a un pobre anciano. Contemplad mis canas.
-¡Bah! -dijo Hans-, aún pueden serviros de abrigo. ¡Fuera de aquí!
-Tengo mucha hambre, señores; ¿no podríais darme un mendrugo antes de irme?
-¡En eso estábamos pensando! -dijo Schwartz-. ¿Creéis por ventura que el pan que tenemos no es más que para dárselo al primero que se presente con una nariz como la que vos gastáis?
-¿Por qué no vendéis esa pluma? -le preguntó Hans con acento sarcástico-. ¡Ea!, ¡marchaos inmediatamente de aquí!
-¡Un pedacito siquiera...! -insistió el viejecillo.
-¡Fuera! -gritóle Schwartz.
-¡Por caridad, señores!
-¡Largo de aquí al instante! -gritó Hans, agarrándolo por el pescuezo. Pero no bien le hubo echado mano, cuando salió disparado y dando vueltas por el aire, lo mismo que el hurgón, yendo a caer encima de éste, en el mismo rincón del aposento. Entonces, furioso, Schwartz arrojóse sobre el hombrecillo, dispuesto a vengar a su hermano, mas en cuanto lo tocó, voló también por la estancia, y fue a hacer compañía a Hans y al hurgón, después de haberse dado tremendo golpe contra la pared, antes de caer al suelo. Y el viejecillo, volviéndose hacia ellos, les dijo con la mayor tranquilidad:
-Señores, os deseo muy buenos días. A las doce de esta noche volveré a visitaros, pero después de la desfavorable acogida que ahora me habéis dispensado, no os sorprenderá que la visita que os anuncio sea la última que os haga.
-Si os vuelvo a coger aquí otra vez... -balbuceó Schwartz, saliendo del rincón; pero antes de que pudiese concluir la frase, el hombrecillo había cerrado tras sí la puerta de la casa, con estrépito, y al mismo tiempo salió por la ventana una espiral de nubes desgarradas que, girando con vertiginosa rapidez, recorrió todo el valle, tomando mil formas extrañas y resolviéndose al fin en impetuosa lluvia.
-¡Buena la has hecho, Gluck! -dijo Schwartz-. Sírvenos el carnero, caballerete, y si te vuelvo a encontrar otra vez en semejante renuncio... Pero ¡qué veo, Dios mío!, ¿quién ha cortado la carne?
-Acordaos, hermanos míos, que me prometisteis una tajada -dijo Gluck.
-¡Ah!, y te has apresurado a cortar la parte más sabrosa y a comértela caliente con lo mejor de la salsa. Te juro que ha de llover muchísimo antes de que te prometa otra tajada. Y ahora, déjanos solos.
Salió Gluck de la cocina, apenado y melancólico. Sus hermanos comieron todo el carnero que les cupo en el estómago, y guardando bajo llave, en una alacena, lo que les sobró, se dispusieron a emborracharse.
¡Qué noche! Bramaba el viento y la lluvia caía a torrentes sin cesar. Los dos hermanos conservaron suficiente conocimiento para cerrar bien las ventanas y atrancar con doble barra la puerta, antes de acostarse. Cuando el reloj dio las doce, fueron despertados por un tremendo estampido. La puerta se había abierto con tal violencia que la casa se estremeció de arriba abajo.
-¿Qué ocurre? -gritó Schwartz, levantándose de un salto.
-Soy yo -respondió el viejecillo.
Los hermanos escudriñaron las tinieblas con ojos de espanto. La habitación estaba llena de agua, y en el centro de ella vieron un enorme globo de espuma, que giraba sin cesar, moviéndose de arriba abajo, y en el cual estaba sentado el hombrecillo, con su capirote puesto, sin que le estorbase ahora el techo, pues éste ya había desaparecido por completo.
-Siento mucho incomodaros -dijo con ironía el visitante-, pero temo que vuestros lechos estén húmedos. Mejor sería que os trasladaseis a la alcoba de vuestro hermano, cuyo techo he querido respetar.
Sin hacerse repetir la invitación, corrieron a guarecerse en la habitación de Gluck, calados hasta los huesos y muertos de terror.
-En la mesa de la cocina encontraréis mi tarjeta -añadió el anciano-. Acordaos de que es mi última visita.
-¡Dios quiera que así sea! -dijo Schwartz temblando de frío. Y el globo de espuma desapareció, y con él el extraño hombrecillo.
Amaneció el día, por fin, y los dos hermanos se asomaron a la ventana de Gluck. El Valle del Tesoro era una masa informe de ruina y desolación. La inundación había arrastrado en su devastadora corriente las cosechas, los ganados y los árboles, dejando en su lugar un espantoso erial de arena rojiza y de lodo gris. Los dos hermanos arrastráronse hasta la cocina, temblorosos y llenos de horror. El agua había inundado todo el primer piso: cereales, dinero, y casi todos los objetos movibles habían sido arrastrados por ella, y no había quedado más que una tarjeta blanca en la mesa de la cocina. En la tarjeta se leían, escritas con letras de trazos prolongados y ondulantes y de grandes dimensiones, unas extrañas palabras.
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