Gluck consigue, con gran trabajo, llegar al Río de Oro


Cuando vio Gluck que Schwartz no regresaba tampoco, sintió gran angustia y tristeza y no supo qué hacer. Como carecía de dinero, tuvo que ir otra vez a pedir colocación a casa del orífice, quien le hacía trabajar rudamente y le daba muy escaso jornal. Así pues, transcurridos uno o dos meses, cansóse Gluck y decidió ir también a probar fortuna en busca del Río de Oro, como sus hermanos.

-El reyecito parecía en extremo bondadoso -pensó-, y no le creo capaz de convertirme a mí en piedra negra.

Fue a ver a un sacerdote, el cual le dio inmediatamente agua bendita. La puso en un frasco; con ella y un poco de pan, que metió en una cesta, partió muy de mañana, y tomó el largo camino de las montañas del Río de Oro. Si el ventisquero había ocasionado a sus hermanos grandes dificultades y fatigas, fueron veinte veces mayores las que le produjo a él, que no poseía el vigor ni la práctica de caminar por las montañas con que contaban Hans y Schwartz. Dio varias caídas terribles, perdió la cesta y el pan, y sintió indecible horror al escuchar los extraños ruidos que se oían bajo el hielo. Al llegar a la orilla opuesta, descansó largo rato sobre la hierba y empezó la ascensión de la montaña, precisamente en las horas más calurosas del día. Después de trepar mucho tiempo sintió una espantosa sed, y se disponía a beber, lo mismo que sus hermanos, cuando descubrió a un anciano que descendía por la vereda, apoyado en un báculo, dando muestras de gran debilidad y postración.

-Hijo mío -le dijo el viejo-. Estoy desfallecido de sed, dame, por caridad, un poco de agua.

Mirólo entonces Gluck, y al verle extenuado y pálido alargóle la botella, diciéndole:

-Lo único que os suplico es que no os la bebáis toda.

Pero el anciano bebió mucho, y cuando le devolvió el frasco, éste sólo encerraba un tercio de su contenido. Deseóle un feliz viaje, y Gluck reanudó la marcha lleno de satisfacción. El camino se le hizo más fácil, brotó en él, aunque escasa, la hierba y algunos saltamontes entonaron en la ladera de la montaña una canción tan alegre como los oídos de Gluck jamás la habían escuchado.

Caminó otra hora más, y aumentó de tal modo su sed, que nuevamente deseó beber. Pero en el momento de llevarse el frasco a los labios, vio a una niña que yacía jadeante a la orilla del camino y le pedía por Dios agua. Luchó Gluck consigo mismo y resolvió, por fin, aguantar más la sed, y aproximó la botella a los labios de la pobre criatura, quien apuró todo su contenido, sin dejar en el fondo más que unas pocas gotas.

La niña, entonces, lo contempló sonriente, levantóse y descendió veloz la montaña; y Gluck la siguió con los ojos hasta verla del tamaño de una estrella, a causa de la distancia, después de lo cual prosiguió su ascensión. Y entonces las rocas se cubrieron de flores delicadas y de musgo verde esmeralda, matizado de corolas de forma estrellada y hermoso color granate, y de elegantes y acampanilladas gencianas, de un azul más intenso que el cielo del mediodía, y de puros y transparentes lirios blancos. Y bellas mariposas de color escarlata y púrpura revoloteaban alegres; y el cielo resplandecía con tan purísima luz, que Gluck no se había sentido jamás tan dichoso.

Sin embargo, al cabo de otra hora de camino, su sed volvió a ser nuevamente intolerable; pero al examinar su botella, vio que sólo quedaban en ella cinco o seis gotas de agua y no se atrevió a beber. Cuando volvía a colgarse del cinto su frasco, vio un perrillo que yacía sobre las rocas, jadeante, tal como lo viera Hans el día de su ascensión. Gluck se detuvo a mirarlo, y contempló después el Río de Oro, que no distaba ya de él arriba de unos cuatrocientos metros. Recordó entonces que el enano le había dicho que nadie que fracasase en su primera tentativa podría salir airoso en la segunda, y resolvió seguir adelante; pero el perro lanzó un aullido lastimero y Gluck se detuvo.

“¡Pobre animal!, se dijo; a mi vuelta estará muerto, si ahora no le presto auxilio”.

Después lo contempló atentamente, y al ver clavados en él sus ojos suplicantes y tiernos, sintiéndose enternecido, exclamó:

-¡Qué se lleve el diablo al rey y a su río de oro! -Y abriendo el frasco, vertió su contenido en las fauces del desdichado can.

Entonces el perro dio un salto y se colocó de pie sobre sus patas traseras. Desapareció su cola; sus orejas se tornaron largas, largas, como hilos dorados de seda; su nariz tomó un color excesivamente rojizo y sus ojos adquirieron un extraordinario brillo. En tres segundos evaporóse el perro y se presentó ante los atónitos ojos de Gluck su antiguo conocido, el rey del Río de Oro.

-Gracias -le dijo el monarca-. Pero no temas nada -añadió al observar en el niño inequívocas señales de horrible consternación ante la inesperada respuesta que había provocado su imprudente exclamación-, que todo marchará bien. ¿Por qué no has venido tú antes, en lugar de enviarme a esos dos malvados hermanos tuyos, para causarme la molestia de tenerlos que convertir en piedras negras?

-¡Válgame Dios! -dijo Gluck; ¿pero es posible que hayáis llevado vuestra crueldad hasta ese extremo?

-¿Crueldad? -dijo el enano-. Han vertido en mi corriente agua que no era bendita; ¿supones por ventura que puedo consentir tamaño ultraje?

-¡Cómo! -dijo el jovencito-, tengo la seguridad, caballero... quiero decir, Majestad, de que habían tomado el agua de la pila bautismal de nuestra iglesia.

-Es muy probable -replicóle el enano; y añadió con semblante severo-: pero el agua que ha sido negada a los desvalidos agonizantes está maldita, aunque haya sido bendecida por todos los santos del cielo; y el agua, por el contrario, que se contiene en el vaso de la clemencia está bendita, aunque provenga de un depósito lleno de cadáveres.

Y diciendo esto el enano, agachóse y cogió una azucena que crecía a sus píes, en cuyas blancas hojas brillaban tres gotas de cristalino rocío, y las sacudió dentro del frasco que Gluck conservaba en la mano, diciéndole:

-Arrójalo ahora al agua y desciende por la vertiente opuesta de las montañas, al Valle del Tesoro. ¡Buena suerte!

Después, la figura del enano se hizo más indistinta cada vez; los colores brillantes de sus ropas transformáronse en una niebla irisada y resplandeciente, que lo veló durante unos instantes. Cuando se esfumó al poco rato esta especie de arco iris, la figura del monarca se había evaporado,

Gluck aproximóse entonces a la orilla del Río de Oro, y vio que sus aguas eran tan claras como el cristal, tan brillantes como el Sol. Y cuando arrojó en su corriente las tres gotas de rocío, formóse en torno de ellas un pequeño remolino circular, por el cual descendieron las aguas produciendo un sonido melodioso.

Gluck permaneció algún tiempo contemplándolo, lleno de desilusión, porque el río, no sólo no se convirtió en oro, sino que disminuyó su caudal de una manera notable. Sin embargo, obedeciendo las órdenes de su amigo el enano, descendió por la vertiente opuesta del monte, hacia el Valle del Tesoro, y al hacerlo parecióle oír rumor de agua que corría bajo de sus pies. Y, cuando descubrieron sus ojos el Valle del Tesoro, vio que un río, parecido al Río de Oro, se precipitaba desde un farallón colocado encima de él y corría subdividido en innumerables arroyuelos, regando su ingrato suelo de seca arena rojiza.

Y sus ojos contemplaron atónitos que la hierba crecía lozana al lado de estas nuevas corrientes, y que la húmeda tierra se cubría de bellísimas plantas. Mil flores delicadas se abrían de repente a lo largo de las orillas del río, como brillan de pronto las estrellas cuando va oscureciendo el crepúsculo, y los bosquecillos de mirtos y los pámpanos de vid proyectaban su sombra bienhechora sobre el suelo, a medida que crecían. Y de esta suerte, el Valle del Tesoro convirtióse de nuevo en un jardín, y la heredad que la dureza de corazón perdiera, recuperóla el amor.

Gluck fue a habitar el valle, y los pobres jamás fueron despedidos de sus puertas con las manos vacías; y entretanto, sus graneros se fueron llenando de preciados cereales y su casa de riqueza; de suerte que, para él, el río, según le prometiera el enano, convirtióse realmente en un verdadero río de oro.

Y hasta en los días actuales, los habitantes del valle muestran al forastero el lugar donde fueron arrojadas las tres gotas de rocío bendito y le señalan el curso que sigue bajo de tierra el Río de Oro, hasta emerger en el Valle del Tesoro.

Aún se ven en la parte más alta de la catarata que forma el Río de Oro dos piedras negras, alrededor de las cuales gime el agua con acento lastimero cada día al ocultarse el Sol detrás de las montañas. Y todavía, los habitantes del valle denominan a estas piedras: Los hermanos negros.