EL RECLUTA - Olavo Vilac
Era un muchacho de veintidós años, criado con toda libertad en el campo. Desde pequeño habituóse a la vida al aire libre; al romper el alba ya andaba al sol y a la lluvia, descalzo, saltando y corriendo como un cabrito montes, y a los ocho años montaba en pelo, como un consumado jinete, los caballos más bravos. En esa existencia libre, plena de ejercicios violentos, su cuerpo se endureció. Tenía la cara colorada, los cabellos negros y lacios, anchas espaldas y una musculatura impresionante: era capaz de matar un toro de un puñetazo. No sabia leer; fue criado para luchar con la tierra, lidiar con los bosques y acometer los rudos trabajos del campo. Nada poseía; su padre al morir le dejó, como única herencia, una salud de hierro, una musculatura extraordinaria y una azada. Era de eso de lo que él vivía, yendo de hato en hato en busca de trabajo, que nunca le faltaba porque no había en los alrededores quien, con más justicia, ganara el pan de cada día, ya que era siempre el primero en salir para el trabajo y el último en regresar. Nunca se lo vio triste; con su gran sombrero de anchas alas caído sobre la nuca, ya estuviese encorvado sobre la tierra, ya anduviera por el camino, bajo el sol ardiente del verano, con la aguijada en la mano, guiando los mansos y perezosos bueyes, Anselmo cantaba siempre: su voz fuerte y alegre animaba a sus compañeros, haciéndoles más llevadero el rudo trabajo. Los viejos, cuando lo veían pasar, preguntábanle: “¿Cómo va eso, Anselmo?” No había quien, conociéndolo, no lo amase.
No tenía dinero guardado, todo lo que ganaba lo gastaba. Nadie como él, acompañándose en la guitarra, sabía cantar romanzas más tiernas, canciones más hermosas, en las noches de fiesta. Y era feliz sin ambiciones, conformándose con tan poco.
Cuando llegó a su pueblo la noticia de la guerra con el Paraguay, el terror ganó a toda aquella gente tan simple, para quienes el mundo limitábase a unas pocas leguas de tierra, de cuyos aledaños nunca habían salido. ¡El reclutamiento!: hablábase de él como de la muerte, con respeto, con miedo, con espanto.
Decíase que nadie sería reclutado, pero el alma suspicaz del campesino bien adivinaba que esa declaración de las autoridades era una astucia destinada a adormecer sus desconfianzas. Súpose un día que había llegado al lugar un destacamento de soldados mandado por un cabo. Hubo quien huyó. Anselmo no lo hizo, y cuando se vio enrolado una terrible desesperación le llenó el corazón.
¡No era cobarde, no! Muchas veces él solo había luchado contra dos y aun contra tres adversarios, en esas grescas donde el relumbrar de los cuchillos suele hacer encogerse de miedo los corazones mejor templados. No había peligro que lo amedrentase. Acostumbraba decir que sólo tenía miedo de sí mismo, de su genio arrebatado que no aguantaba ofensas. ¡No era cobarde, no!; lo que lo desesperaba era el abandono forzado de aquella existencia en que naciera y creciera; tener que dejar aquellos lugares amados, aquel trabajo que era un viejo hábito, separarse de aquellas personas que eran su familia, su gente, su pueblo.
Para su alma primitiva e inculta de hijo del campo, su patria no era Brasil, era el pedazo de tierra que regaba con el sudor de su frente. Fuera de aquello, nada había. ¿Qué tenía que ver él con el resto del mundo? ¿Por qué tenía que vestir un uniforme e ir a morir abandonado y desconocido, sin una amistad, sin una simpatía, en una tierra extranjera, por causa de gente que nunca viera, en virtud de cuestiones que no entendía y que no eran las suyas? Si los paraguayos atacasen sus ranchos, entonces sí: él y los suyos sabrían repeler a los invasores, sería un deber la defensa de sus amigos, de sus propiedades, de su trabajo, de sus hábitos. Pero ir a defender la Corte, ir a defender el sur, ir a defender al Emperador..., ¿qué tenía que ver él con todo eso?
Todas estas reflexiones se le ocurrieron esa noche pasada en la cárcel del pueblo, con una docena de los suyos, como si fueran delincuentes. Y ya antes de partir sintió nostalgias de aquel cielo querido, de aquellos lugares donde había pasado la niñez, de aquellas gentes con quienes se había criado. Y tuvo miedo; tuvo miedo él, tan valiente, de morir acribillado por las balas paraguayas, lejos de los suyos... Además, a su carácter independiente, a su alma libre, le repugnaba la esclavitud de la vida militar. ¡No tener voluntad propia, ser gobernado como una máquina, caminar hacia la muerte por la simple orden de un jefe, sin ver la utilidad de ese sacrificio, todo eso le parecía una terrible desgracia, una incalificable injusticia!
Al día siguiente los reclutas salieron hacia Río de Janeiro. Había prisa, pues la guerra iba mal en el sur, y Brasil precisaba la vida de todos sus hijos. Los compañeros de Anselmo iban como él, con el alma enlutada de tristeza. Tampoco comprendían la violencia del reclutamiento, ni reconocían a la patria el derecho de apoderarse de su juventud para destrozarla en los horrores de los campos de batalla.
¡Triste viaje! Algunos, hombres hechos, robustos y valientes, lloraban como criaturas. La gente del lugar asistió a la partida; había madres que maldecían la guerra, llorando y retorciéndose las manos, presas del más profundo dolor; había novias que se desmayaban. ¿Cuántos de aquellos reclutas volverían... ?
La llegada a Río de Janeiro fue una tortura. Los reclutas estaban atontados con aquella barahúnda, con aquel movimiento. ¡Qué lejos había quedado la tranquilidad de la vida rústica! Y, ¡qué rigores y qué tormentos los que sufrirían en el cuartel!
La primera noche, cuando se vio, ya uniformado, tendido sobre la dura tabla de su tarima de dormir, sufrió Anselmo una fuerte conmoción. Sintió deseos de huir de allí, aunque para eso fuera menester matar a alguien. Agitábase, sacudíase, mordíase los puños, ahogaba en su garganta gritos de cólera y violentas imprecaciones. Por fin esa crisis terminó en un llanto convulsivo. Durmióse cansado y aún era noche oscura cuando lo despertó el toque del clarín que llamaba al primer ejercicio del día.
Comenzó entonces su aprendizaje militar. El suboficial que mandaba las maniobras era brutal. Su voz tenía asperezas que lastimaban como bofetadas. Cuando un recluta se equivocaba, decíale palabras duras y groseros insultos. Una vez, como Anselmo no lo oyera porque estaba pensando en su tierra, tan calma y hermosa a esa hora de sol ardiente, diole en el pecho un fuerte planazo con la hoja de su sable. El muchacho sintió la sangre subir a su cabeza, una nube roja cubrióle los ojos. Sus músculos contrajéronse, pero se contuvo y obedeció: la desgracia habíalo tornado sumiso.
Luego de unos días pareció sentirse más conforme con su suerte. Familiarizado con los ejercicios, se había habituado a los rigores de la disciplina; se interesaba por las maniobras y prestaba atención a las voces de mando. Ya había comprendido que sin las brutalidades del sargento, poco se podría conseguir de hombres como él, que nada habían visto, carentes de toda instrucción y cuya inteligencia era refractaria a comprender aquellas palabras y aquellos movimientos tan calculados.
Después, en el cuartel, comenzó a convivir con los soldados veteranos, tomando parte en las conversaciones que se trataban en el cuerpo de guardia, y comenzó a operarse en su espíritu una transformación radical. La convivencia hízole sentir hacia aquellos hombres un cariño de hermano. Y tanto les oyó maldecir a los enemigos que terminó por maldecirlos él también. Ahora comprendió el engaño en que había vivido creyendo que la patria era el lugar en que había nacido y nada más. Aquí, tan lejos de su pueblo, venía a hallar el mismo cielo, la misma lengua, casi las mismas costumbres.
A su alrededor sólo se hablaba de la guerra. El enemigo era odiado y aparecía a sus ojos como un monstruo cuya única ocupación era matar y torturar a los brasileños. Y un día, Anselmo se sorprendió al oírse exclamar con los ojos brillantes de odio: “¡Ah, cuándo llegará el día de ir a acabar con esos malvados...!”
Y el día llegó. Fue un día de sol hermoso; su batallón iba a partir hacia el frente de batalla y él iba contento, aun sabiendo que podía hallar la muerte. Nadie hubiera reconocido en aquel esbelto mozo, que iba marchando con garbo entre los otros soldados, al bisoño campesino que tanta repugnancia sentía antes por las cosas de la guerra.
Anselmo marchaba y, al compás de la música, iba cantando bajito, entre dientes, una de aquellas alegres romanzas que entonaba en los ranchos, soltando la voz en la inmensa extensión de los campos, cuando, encorvado sobre la tierra, la roturaba o venía por el camino, bajo el sol ardiente del verano, con la aguijada al hombro, guiando los mansos y perezosos bueyes.
Las calles estaban llenas de pueblo; desde las ventanas las señoras los animaban con las banderas. Una banda de música que precedía al batallón tocaba una marcha de guerra; los instrumentos de metal gritaban alto entre los golpes sordos de los tambores. ¡Qué sol! ¡Qué entusiasmo! Anselmo temblaba. Parecíale que el enemigo estaba allí cerca, al alcance de su fusil, que iba a tropezar con él al doblar una esquina, y ambicionaba entrar inmediatamente en combate.
A su paso la multitud se abría en alas. Y cuando el batallón hizo alto, cuando cesó la música, el pueblo prorrumpió en vivas. En la parada los oficiales, cuyos uniformes llenos de galones brillaban al sol, revistaron a la disciplinada tropa, bien dispuesta y marcial con sus uniformes nuevos. De pronto la banda atacó los primeros compases del Himno Nacional. Una brisa suave que vino del mar agitó la bandera brasileña que estaba en el centro del pelotón. La enseña desplegóse, palpitó en el aire y se extendió en un temblor triunfal. Parecía que el símbolo de la patria bendecía a sus hijos que iban a partir para defenderla.
Y allí fue entonces cuando la idea sagrada de la patria se presentó nítida y hermosa ante el alma de Anselmo. Y comprendió, al fin, que su vida valía menos que la honra de la nación y pidió a Dios, con los ojos llenos de lágrimas, que un día lo hiciese morir gloriosamente abrazado al asta y envuelto en los pliegues sacrosantos de aquella hermosa bandera toda verde y dorada, verde como los campos y dorada como los amaneceres de su amada tierra...
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