EL RASTREADOR Y EL BAQUEANO - Domingo Faustino Sarmiento
Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y distinguirlas de entre mil; conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío. Ésta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó como de costumbre la vista al suelo. "Aquí va, dijo luego, una mulita mora, muy buena... ésta es la tropa de don N. Zapata... es de muy buena silla... va ensillada... ha pasado ayer..." Este hombre venía de la sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez la mulita mora cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de arria, y no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos lo tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama enseguida al rastreador, que ve el rastro, y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa, y señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: "¡Éste es!" El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma; negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido en una provincia su oficio durante cuarenta años consecutivos. Tiene ahora cerca de ochenta años; encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: "Ya no valgo nada, ahí están los niños"; los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después Calíbar regresó, vio el rastro ya borrado e imperceptible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios; entra en una casa, y encuentra su montura ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor después de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderlo; porque, comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todas las desigualdades del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando en la punta del pie; trepábase enseguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio, y volvía para atrás. Calíbar lo seguía sin perder la pista. Al fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas, sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas hierbas, y dice: "¡Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican!" Entra en una viña, Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: "Adentro está". La partida de soldados se cansó de buscar y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. "No ha salido", fue la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fui ejecutado. En 1830, algunos presos políticos intentaban una evasión: todo estaba preparado, los auxiliares de afuera prevenidos; en el momento de efectuarla, uno dijo: "¿Y Calíbar?"
-¡Cierto! -contestaron los otros anonadados, aterrados-. "¡Calíbar!"
Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuan sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
Después del rastreador, viene el baqueano, personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce palmo a palmo veinte mil leguas cuadradas de llanura, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo; es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia; está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.
El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar a un traidor a su lado, y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adonde van. Él sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos distintos.
En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla; monta enseguida, y les dice para asegurarlos: "Estamos en dereseras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur", y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo, y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aun esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, los masca, y después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado; o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce por su particular gusto el pasto de cada una de las estancias del sur de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y galopando día y noche, llega finalmente, con toda exactitud, al lugar designado.
El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo; esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos; y por su espesor cuenta la fuerza: "Son dos mil hombres", dice; "quinientos", "doscientos", y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es como las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre los pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baqueano que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileños sin su auxilio y no la hubieran libertado sin él los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha con el general baqueano, y todo el poder de Buenos Aires, hoy con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer destruido a pedazos, por una sorpresa, por una fuerza cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo, o por otro accidente inadvertido o insignificante.
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