EL PAÑO MARAVILLOSO


Tres burladores vieron a un rey y le dijeron que eran muy grandes maestros en el arte de hacer paños de tan maravillosa calidad que para todos eran visibles menos para quien fuera hijo de padres ladrones.

Agradóle mucho al rey la noticia, porque pensó que poseyendo uno de tales paños podría saber cuál familia de sus caballeros y servidores venía de padres honrados y cuál de ladrones, y pidió a los burladores que le hicieran una pieza de aquel maravilloso tejido.

Los burladores, antes de tejerlo, pidieron al rey grandes cantidades de hilillo de oro y plata y madejas de lana y seda de todos los colores, y para que viera que no lo querían engañar, le propusieron que los tuviera encerrados, con sus telares, en uno de los palacios, por todo el tiempo que durara el trabajo.

Hízose como ellos lo proponían: los condujeron con todos sus instrumentos a una casa de campo del rey; instaláronlos en un lugar donde nadie pudiera verlos, y tres veces cada día, de la propia mesa real se les servían vinos y manjares en gran abundancia. La casa de campo entera retumbaba con el ruido de los telares durante todo el día.

Al cabo de medio mes de incesante labor, los burladores mandaron a decir al rey que les enviara más oro, plata, lanas y sedas, pues ya estaba consumido lo que les había dado.

EL rey, antes de entregarles mayor cantidad de tan preciosas sustancias, mandó a la casa de campo a uno de sus cortesanos para que viera si iba adelantando el trabajo.

Los burladores recibieron muy bien al cortesano, y antes de llevarlo donde estaban los telares, le explicaron la maravillosa condición del paño que sólo podía ser visto por quien fuera hijo de padres honrados. Acercáronlo después a un telar, ante el cual uno de los burladores se puso a hacer como si trabajara, y el cortesano, con gran maravilla, vio como la lanzadera, en medio del estrépito de todo el artefacto, iba y venía de uno a otro lado, entre una invisible urdimbre, sin que se viera su labor de trama.

Palideció el cortesano, sospechando si sería hijo de padres ladrones puesto que nada veía de lo que aquel hombre ejecutaba; mas por no dejar conocer su turbación, púsose a alabar el. primor: con que el tejido iba realizado. Entonces, los burladores, llevándolo por el otro lado del telar., fingieron mostrarle lo que ya tenían hecho del paño. Levantaban sus manos en el aire, como si sostuvieran, una larga tela; entre ellas, e iban describiendo los grandes lirios de plata que debían haber tejido sobre el dorado fondo del paño, y la fresca guirnalda de rosas, que, según ellos, corría por todo el borde. El cortesano, cuanto menos veía, más redoblaba sus muestras de admiración:

-¡Qué rosas! ¡Qué lirios! ¡Qué entonación! ¡Qué dibujo!-, no fueran a sospechar los maestros tejedores la mancha de su origen.

No bien llegado al palacio, dijóle al rey que había visto el paño y, entre grandes muestras de admiración, repitió la pintura que do las labores tejidas en él le habían hecho los supuestos artesanos.

Éstos siguieron comiendo y bebiendo a cuenta del rey en su salón del palacio de campo, en el cual resonaba todo el día el diligente estruendo de los celares. Y un mes después, fingiendo haber agotado los materiales de su trabajo, para terminar su obra pidieron otra vez al rey nuevas cantidades de oro, sedas y plata, amén de perlas y esmeraldas que prender sobre las flores del paño.

En propia persona, quiso entonces el rey ir a ver el maravilloso trabajo. No bien hubo llegado a las puertas del palacio, los burladores interrumpieron la batahola de los telares y fueron a postrarse a los pies del rey, pidiéndole las manos para besarlas. Después, con ademanes de profundísimo respeto, condujeron al rey ante los telares, y mientras uno de ellos hacía marchar el estrepitoso artefacto, los otros rogaban al rey que reparara en los numerosos que eran los cientos de hebras de la urdimbre y con qué perfección realizaba la lanzadera su trabajo. El rey miraba y miraba, lleno de asombro y temor, y nada veía sino el tejemaneje de una lanzadera sin hilo entre los desnudos bastidores del telar. Una crudelísima sospecha relampagueaba en su ánimo: “¡Cielos! ¿Seré yo hijo de un ladrón?”, y a punto estuvo de caer desmayado. Rehízose como pudo y atendió a las explicaciones de los maestros, quienes hicieron primero como si desarrollaran una larga tira de paño y como si la sostuvieran en alto, cogida por ambos bordes, con mucho cuidado para que el precioso tejido no rozara contra el suelo, al tiempo que iban explicando al rey las labores del paño: los lirios de plata sobre el dorado fondo, la doble cenefa de rosas de varios colores, el escudo de armas reales labrado en el centro de la prodigiosa pieza. Y el rey, convencido ya de la escasa honradez de sus padres, atento a disimularla, fingió, lo mejor que supo, ver ante sí cuanto anunciaba la lengua de los burladores.

Llegado a su palacio, pasóse toda la noche sin poder dormir, en la desesperación y la vergüenza de sentir que había sido un ladrón el rey, su padre.

Por la mañana, con la esperanza remota de que lo hubieran engañado los tejedores y poder restaurar en su interior la buena fama de su padre, mandó a su primer ministro a que viera el paño maravilloso, y aquél regresó del palacio campestre, entonando grandes alabanzas de la obra y pintando uno por uno sus lirios y guirnaldas.

No conforme aún el rey, envió allá al ministro de la guerra y al obispo, y al principal de sus médicos, y al jefe de las cocinas, y todos regresaron deshaciéndose en exclamaciones de asombro, al referir la hermosura del paño. Nunca cosa tal se había visto, según testimonio de todos, y el rey no conseguía ver nada.

Convencido ya de las latrocinios paternos, puso todo su empeño el monarca en que nadie llegara a sospechar que no veía el paño, no fuera a divulgarse el vergonzoso hecho, y sus súbditos lo derribaran del trono, no queriendo ser regidos por un hijo de ladrones. Por ello, el día en que los burladores fingieron traer con toda solemnidad el paño, envuelto en finísimos lienzos, e hicieron como si lo desenvolvieran en el salón del trono, en medio de las exclamaciones entusiastas de los cortesanos, el rey ordenó que de aquel precioso paño le hicieran, con toda urgencia, un traje, para lucirlo en la fiesta del santo patrón del reino, cuyos festejos debían celebrarse de allí a dos días.

Los propios burladores se encargaron de la hechura: tomáronle medidas al rey, con grandes tijeras fingieron cortar el invisible paño, y después dieron a entender que cosían los varios trozos formando las piezas del precioso traje.

Llegada la mañana de la fiesta, ellos mismos fueron a ataviar al monarca. Hicieron como si le pusieran y ajustaran la maravillosa vestimenta, y el rey, echando mano de todo su valor, pues él se veía en camisa y con las piernas al aire, con la cabeza erguida y nobles ademanes de majestad, atravesó entre las filas de los maravillados cortesanos, que a gritos alababan, la preciosidad del traje; bajó la escalinata de mármol del palacio, y en el patio, montó en un soberbio caballo blanco para dirigirse a la misa solemne que en la catedral se celebraba.

Todo el pueblo sabía ya la maravillosa cualidad del presunto traje, -pues buen cuidado habían tenido de divulgarla los autores del paño- y no hubo! nadie que, a pesar de ver al monarca en camisa, muy tieso y grave sobre la silla del caballo, dejara de ponderar la maravilla del vestido.

Así llegó el rey a la catedral, donde echó pie a tierra y fue solemnemente recibido por el obispo y cabildo, quienes bajo palio se disponían a conducidlo hasta el altar mayor, cuando un sacristán, por más señas, borracho, metiéndose en medio de los dignatarios ¡de la Iglesia, dijo a grandes voces:

-¡A mí no me importa ser tenido por hijo de ladrón, que ni yo ni nadie sabemos quién fue mi padre, y por eso digo que estoy cierto de que el rey ha venido en camisa a la catedral!

Y cuando esto hubo dicho, un pilludo que lo oyó, clamó entre grandes risotadas:

-¡Si, sí, verdad es: el rey está en camisa!

Y así, primero entre el pueblo que llenaba la plaza de la catedral, y por último entre los señores y el clero que rodeaban al soberano, se vino a reconocer, en alta voz, por todo el mundo, que el rey había ido en camisa desde el palacio hasta la catedral Montó en gran cólera el monarca y ordenó que buscaran a los burladores que en tan ridículo paso lo habían puesto, para hacer terrible escarmiento en ellos. Pero los burladores estaban ya a buen salvo, a todo correr de sus caballos, llevándose consigo cuanto oro, plata, sedas y piedras preciosas les había dado el rey para tejer el paño maravilloso.