EL COMBATE CON EL DRAGÓN
Mientras que el noble joven pasaba a caballo por las calles de Rodas, millares de voces cantaban en su honor, pues llevaba arrastrando tras sí el cuerpo inanimado del horrible monstruo que había llenado de terror y de consternación a toda la gente de la comarca.
-¡Abrid las puertas! -gritaba la muchedumbre que guiaba al noble joven al monasterio de los monjes militares llamados Hospitalarios de San Juan-. Ha dado muerte al dragón.
Abriéronse de par en par las puertas, y la muchedumbre siguió al héroe hasta la Cámara del Consejo, en donde el Gran Maestre de los Hospitalarios estaba en su sitial, rodeado de los demás oficiales de la Orden.
-¿Qué significa todo esto? -preguntó el Gran Maestre con voz severa.
-He dado muerte al monstruo que hizo su antro en la Capilla de los Tres Reyes de Colonia e impedía que los peregrinos la visitasen -dijo el caballero pausadamente.
-Hijo mío -repitió el Gran Maestre, con más severidad todavía-; habéis hecho muy mal. Después que cinco de nuestros caballeros más valerosos hubieron perdido la vida uno tras otro intentando dar muerte al dragón, prohibí a todo individuo perteneciente a nuestra Orden que cometiese el acto que vos acabáis de realizar tan imprudentemente. Habéis desobedecido mis órdenes. ¡Hablad! ¿Cuál es el primero de los deberes de un caballero de la Orden de San Juan?
-La obediencia -respondió el joven hospitalario inclinando avergonzado la frente al oír tan inesperada como desagradable reprensión.
-Sois un campeón profeso de Nuestro Señor que lleva el emblema de la Cruz -exclamó el Gran Maestre-. Habéis quebrantado la ley de la Orden temeraria, premeditadamente, y...
-Temerariamente no, padre -interrumpió el joven caballero-. Oíd la historia. Acudí a un artífice de mi villa natal y mándele hacer una reproducción del dragón de tamaño natural. Fui luego a colocarlo en un campo, y enseñé a mi caballo a acercarse a él y a mis perros a no atacarlo sino en el sitio en que su piel es tierna y delgada. Regresé luego a la capilla, y viendo que el monstruo salía de su antro y mataba a los campesinos, resolví atacarlo al punto.
-Teníais que pedir permiso, ante todo -dijo el Gran Maestre.
-No había tiempo que perder -replicó el joven caballero-. El dragón mataba muchos hombres todos los días. Lo hallé tomando el sol, tendido en tierra junto a la capilla, y le solté los perros. Luego ataqué al monstruo e intenté atravesarle el cuerpo con mi lanza. Pero el arma rompióse al dar en su escamosa piel. Después acometí al airado dragón con mi espada, que también se me rompió en la mano, y caí en tierra. Abrió el asqueroso animal sus fauces para devorarme, pero atacáronlo en aquel momento mis perros procurando hincar el diente en aquellas partes que no estaban protegidas por escamas. Rugiendo de dolor volvióse el dragón hacia ellos y procuró ahuyentarlos; entonces cogí yo la espada rota, hundíla hasta la empuñadura en su cuerpo, y cayó él muerto a mis pies.
Conmovida la muchedumbre reunida en la sala del Consejo por la historia que el joven caballero acababa de referir, lo aclamó con entusiasmo; y hasta los Hospitalarios, vencidos por la modestia con que hizo la narración de tan maravillosa hazaña, suplicaron se le concediera la corona del valor. Pero cuando la muchedumbre iba a llevar en triunfo al joven caballero por la sala, levantóse el Gran Maestre, ordenó silencio, y dijo:
-Os habéis hecho enemigo declarado de nuestra Orden. Quitaos esa santa cruz que adorna vuestro pecho, porque ya no sois digno de llevarla. Ella es el emblema del espíritu de la humildad cristiana y de la obediencia. Habéis dado muerte al dragón para conquistaros una gloria efímera y vana, y ahora un monstruo, más terrible aun, anida en vuestro orgulloso pecho: la serpiente de la obstinación, de la desobediencia y del orgullo.
La muchedumbre lanzó un grito de protesta, pero el matador del dragón obedeció dócilmente la orden de su iracundo superior. En medio de un profundo silencio y con los ojos bajos quitóse la túnica de su gloriosa Orden, inclinóse, humildemente besó la mano del Gran Maestre, bajó la cabeza pesaroso y se dirigió lentamente a la puerta de la sala del Consejo.
Pero al llegar a ella, lo llamó de nuevo el Gran Maestre y le dijo:
-Ven, hijo mío, acabas de ganar una batalla más terrible que la que libraste contra el dragón, pues te has vencido a ti mismo. Vuelve a tomar la Cruz de los Caballeros Hospitalarios. Acabas de ganarla con la humildad heroica de tu alma.
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