DIAMANTE NEGRO
Era una yegua enana, toda negra, con un lucero blanco en la frente. Tenía la crin negra, y negros también eran su cola y sus cascos; pero a causa de la mancha blanca que ostentaba en la frente, su dueño llamábala Diamante. Vivía en el país de Gales, y era su dueño un traficante de granos. Arrastraba su carro amarillo, de ruedas rojas, por los verdes senderos y empinados caminos de aquellas montañas, transportando sacos de harina de cebada desde el molino al almacén, y sacos de grano desde el almacén a los cortijos. Eran muchos los que la conocían, y los chicuelos de la vecindad jugaban con frecuencia a hacer de Diamante. Solían correr de un lado para otro, con la cabeza inclinada sobre el pecho y los hombros echados hacia adelante, tirando de las riendas de juguete que el figurado cochero mantenía bien tirantes, gritando:
- ¡Sooó, Diamante! ¡Quieta, Diamante! ¡Sooó!
Y después permanecían parados un rato, figurando que cargaban el carro, y entretanto el muchacho que hacía de Diamante movía sin cesar la cabeza de un lado para otro y golpeaba con ambos pies el suelo, dando muestras de impaciencia, lo mismo que solía hacer la yegua.
Pero un día crudo y frío de invierno, el animal resbaló sobre el hielo, al descender una cuesta, y cayó con gran estrépito y dolor en medio del camino. Sus hermosas guarniciones, con su brillante frontalera blanca y roja y sus refulgentes metales, saltaron como tenues hebras de hilo; el carretero recibió un fuerte golpe en la frente, y quedó sin conocimiento en el suelo; la pobre Diamante, con las rodillas ensangrentadas, y el lindo y aterciopelado hocico arañado y lleno de arena, pugnaba por levantarse, relinchando y dando coces, tendida sobre el duro piso, mientras una de las varas rotas del carro se le clavaba en el palpitante costado. Fue preciso mandar a Diamante a la yeguada para que se repusiera bien.
-Es menester que críe y descanse un par de años por lo menos -dijo el traficante de granos.
Y Diamante volvió a la pradera.
Dos o tres meses llevaba de vida grata y descansada, cuando un día acercóse a ella su dueño acompañado de un extraño. Estuviéronla mirando con mucha detención, le golpearon los lomos, probaron la resistencia de sus piernas, pasáronle la mano por los ijares, examináronle los cascos y se marcharon despacio, hablando de distintas sumas de dinero.
Preguntábase Diamante qué era lo que iba a pasar; pero no tardó mucho en saberlo. Al día siguiente volvieron los dos hombres, colocáronle una cabezada, y del cabestro sacáronla del prado. Un carro esperaba en el camino, y a él subió el desconocido, llevando de la mano el ronzal de la yegua.
-Es una buena yegua -dijo el amo de Diamante-, y en verdad que siento mucho perderla.
-A mí me prestará buenos servicios -dijo el otro.
E hizo partir el carro al trote largo, sin dejar de la mano el ronzal de Diamante, que, sumisa, siguió al trote tras el vehículo.
Llegaron a un país negro y feo, cruzado todo por máquinas y vagones, que se movían sobre líneas que se alzaban del suelo como los bordes de los surcos en un campo labrado, y vio Diamante después elevadas chimeneas y ruedas que movían inmensas correas, girando sin cesar, y cabañas de madera y montones de carbón, y grandes diques de piedras, y hombres con el rostro y los vestidos tiznados como deshollinadores, que iban constantemente de un lado para otro.
Lleváronla a un lugar que tenía la apariencia de un cobertizo de madera, donde se aproximaron al hombre del carro otros tres o cuatro más, quienes la examinaron detenidamente y le tiraron de las orejas. Los hombres de rostros tiznados mirábanla al pasar, y uno de ellos le dijo:
-¡Contempla por última vez el Sol, pobre animal!
Unos se reían; otros, por el contrario, parecían pensativos y tristes, y pasaban sin decir una palabra.
A continuación vendáronle los ojos, y alguien le pasó con cariño la mano por el lomo.
-¡Vamos, vieja! -le dijo una voz.
Y notó que tiraban del cabestro. Ella echó a andar nerviosa, tanteando el camino y husmeando con desconfianza. Alguien le pasaba la mano sin cesar por la grupa; el que la llevaba del cabestro le acariciaba el cuello al mismo tiempo. De repente pisaron sus pies sobre madera, y se hizo a un lado.
-¡De frente, vieja, de frente! -gritáronle dos o tres voces.
El que la conducía tiróle con violencia del ronzal. Diamante avanzó entonces dos o tres pasos, husmeando temblorosa.
- ¡Sooó! -gritáronle las voces.
La yegua se detuvo.
Sintió cerrarse con estrépito detrás de ella una pesada puerta, y saltó hacia un lado, agachando los cuartos traseros y ocultando, acobardada, la cola entre las piernas. El hombre que la sostenía del ronzal acaricióla con la mano y hablóle algunas palabras, diciendo después en voz alta:
-¡Listos! Ya podéis soltar.
Hubo una corta pausa, oyóse luego el ruido de una cadena, y Diamante se sintió descender a través de la tierra. Continuó largo tiempo su descenso y, muerta de terror, agazapábase, ya en un lado ya en otro, arrojando grandes nubes de vapor por sus temblorosas narices, mientras que se bañaban en abundante sudor sus palpitantes costados.
-Ya se acabó, Diamante -dijo la voz del mismo hombre, que le pasaba la mano por el cuello y el hocico.
Cuando le quitaron la venda de los ojos, encontróse sumida en un mundo de tinieblas, donde no había cielo ni hierba. Sus ojos no veían nada, y apenas si le era dado respirar. Después, cuando se acostumbraron a la oscuridad sus pupilas, vio que se hallaba en un túnel de paredes y techo y suelo negros, y que, allá en lontananza, distinguíase la luz de un farol.
Lleváronla hacia adentro, y no tardaron en proyectarse sobre ella las luces de muchas lámparas; descubrió muchos hombres que se movían, y llegó hasta sus oídos el rumor de sus voces. Entonces se aproximó uno de ellos, tomó el ronzal de manos del que la condujera hasta allí, y siguió con ella hacia dentro.
Diamante recobró algún valor cuando vio otro caballo que arrastraba una vagoneta llena de carbón, por uno de los túneles; y se tranquilizó por completo al llegar a la cuadra y encontrarse con otros tres compañeros. Los pesebres eran limpios y la paja no escaseaba; los caballos parecían bien cuidados, y estaban sanos y gordos. Relincharon de satisfacción al ver llegar a Diamante, como dándole la bienvenida, y ésta devolvióles el saludo en forma idéntica.
Diéronle a comer grano, pero ella, que extrañaba el pesebre, no lo quiso probar. El hombre trájole un poco de heno, que también fue rechazado. Entonces le dijo éste:
-Diamante, hija mía, el hombre y el caballo tienen que acostumbrarse a todo. Es preciso que trates de habituarte a comer tus buenos piensos aquí abajo, lo mismo que si te hallases en la superficie de la tierra.
Y comenzó a pasarle un cepillo por el pelo, diciéndole al mismo tiempo:
-Ahora escúchame, Diamante. Yo me llamo Guillermo, y por este nombre me tienes que llamar siempre que desees algo. Tan pronto como grites ¡Guillermo!, me tendrás a tu lado. Llevo aquí la friolera de treinta y siete años, y no he manejado un caballo que no me haya tomado cariño. Tú también me querrás. Voy a empezar por alterarte un poco el nombre, llamándote Diamante Negro, ya que hasta el fin de tus días tendrás que tratar de continuo con esta clase de diamantes.
“Cierto que la ventilación aquí dentro no es muy grande, que la oscuridad pone a prueba nuestra vista, y que no existen aquí ni pájaros ni árboles, ni hierba, ni cielo, ni ríos, ni niños. Pero hay que resignarse, hija mía; no todos podemos disfrutar de todo lo bueno que hay en el mundo. Unos viven en palacios, y otros en el fondo de las minas de carbón. Unos conducen los buques a través de los océanos, y otros guardan el orden en las cárceles. Unos hacen la guerra y otros venden medias de lana. Si todos hubiéramos de tenerlo todo, pronto no habría nada para nadie. Y no pienses más en ello, pues mucho mejor habrás de estar aquí abajo, con el viejo Guillermo, que arrastrando un carro por las calles de la ciudad.
“¿No lo crees? Pues, mira, prueba esta avena de mis manos, y verás qué sabrosa te sabe. Seremos muy buenos amigos; comencemos desde luego a disfrutar de los goces que produce la amistad sincera.
Convencióse Diamante Negro de que el amor del minero debía compensarle, en cierto modo, la pérdida de la luz del Sol y del aire embalsamado de los campos, y a él se entregó por completo. Dedicóse a arrastrar las vagonetas de carbón a lo largo de las galerías, y apenas se dio cuenta de que, insensiblemente, íbase quedando ciega. Guillermo le traía manzanas y zanahorias en los bolsillos de la chaqueta; todos los mineros la mimaban, y pronto fue la favorita de los demás caballos del establo.
-Verdad es que el pozo de una mina no es residencia muy agradable -solía decirse Diamante Negro-, pero el cariño todo lo hace llevadero. ¡Parece increíble que tenga tanto poder!
Trabajaba con ahínco, comía con apetito y dormía a pierna suelta, pero insensiblemente íbase quedando ciega.
Por fin dio a luz un potrillo, al que pusieron el nombre de Diamantito, y Diamante Negro consideróse feliz, y refería a su negro hijito maravillosas historias del mundo que existía sobre la mina. Aún conservaba la vista necesaria para ver a través de sus marchitos y lacrimosos ojos a su pequeño vástago, al que lamía solícita con maternal amor.
-Me complace el escuchar esas historias -decía Diamantito-; pero no creo que sean ciertas. Ésos son cuentos de hadas, ¿verdad, madre?
Y andando los años, hasta la misma yegua llegó a creer que la verde tierra, en la cual había pasado días tan deliciosos, era un ensueño.
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