Los cuentos de un insigne mentiroso

Algunos años antes de que la barba me anunciase la llegada de mi hombría, o, en otras palabras, cuando yo no era ya ni un niño ni un hombre, es decir, que me encontraba en el paso de lo uno a lo otro, manifesté en distintas ocasiones mi fuerte deseo de ver el mundo, por lo cual fui reprendido por mis familiares, a pesar de que mi padre había sido un gran viajero, como se verá antes de que llegue al final de mi singular y hasta interesante aventura. Un primo, por parte de madre, me tomó una gran estimación y frecuentemente decía que yo era un alegre y gallardo mozo y que se inclinaba a satisfacer mi curiosidad. Su elocuencia era más efectiva para mi padre que la mía, y éste consintió en que yo lo acompañase en una viaje que iba a hacer a la isla de Ceilán, donde su. tío ejerció el cargo de gobernador durante varios años.

Partimos de Amsterdam encargados de una importante misión de los Estados de Holanda. La única cosa ocurrida durante nuestro viaje que valga la pena de contarse, fueron los magníficos efectos de una tormenta, que arrancó de raíz un gran número de enormes árboles de notable altura y corpulencia, en una isla en la que tuvimos que anclar para abastecernos de agua y madera; algunos de estos árboles pesaban muchas toneladas y, sin embargo, el viento los levantaba tan considerablemente que parecían pequeñas plumas de pájaros flotando en él aire, pues la altura a que estaban sería cuando menos de ocho kilómetros; no obstante, tan pronto la tormenta hubo cedido, volvieron, perpendicularmente, a sus respectivos lugares, y de nuevo echaron raíces, excepto el mayor, que cuando el viento lo estaba azotando, sostenía en sus ramas a un hombre y su mujer, un viejo y honesto matrimonio, que estaban entretenidos en la recolección de pepinos (en este lugar de la Tierra es donde los vegetales más corrientes nacen en los árboles); el peso de esta pareja hizo que el árbol, al descender, tercíese su dirección y cayese en sentido horizontal, sobre el jefe de la isla, al que mató en. el acto; dicho jefe había abandonado su casa durante la tormenta, bajo la impresión, de que ésta se iba a derrumbar. Cuando ya volvía, atravesando su propio jardín, ocurrió este afortunado accidente. Es necesario que explique por qué digo afortunado. Este jefe era hombre avaro y un opresor, que no tenía familia, y los nativos se morían de hambre por sus infames imposiciones y su cruel exacción.

Los muchos alimentos que les había usurpado estaban en su. almacén, echándose a perder, mientras que los pobres infelices a los que había despojado eran arrojados a la miseria. Y aunque la desaparición de este tirano había sido casual, el pueblo eligió a los recolectores de pepinos para que lo gobernasen, como una prueba de gratitud por haber destruido, aunque de manera ocasional, al último tirano.

Una vez que hubimos reparado las averías causadas por esta tremenda tormenta, y obtenido el permiso del nuevo gobernador y su dama, salimos con el más propicio viento para nuestra embarcación.

Como] a las seis semanas llegamos a Ceilán, donde fuimos recibidos con grandes muestras de amistad y amable cortesía. La siguiente aventura puede que no sea muy divertida, pero ahí va, por si gusta.

Cuando llevábamos en Ceilán muy cerca de quince días, acompañé a uno de los hermanos del gobernador a una cacería. Éste era un hombre fuerte, aclimatado a la localidad (donde llevaba varios años de residencia) y podía soportar el cálido sol mucho mejor que yo; en nuestra excursión él había avanzado considerablemente en el bosque cuando yo tan sólo me encontraba a la entrada.

Próximo a la orilla de una laguna, que llamó mucho mi atención, me pareció haber oído un ruido extraño detrás de mí; me volví a ver lo que era y quedé como petrificado (¡cómo no iba a ser!) al ver a un enorme león, el cual, evidentemente, parecía tener el deseo de satisfacer conmigo su apetito, sin consultar antes con mi voluntad. ¿Qué debía yo hacer en esta terrible situación? No tenía un solo momento para reflexionarlo; mi escopeta estaba cargada solamente con municiones menudas, y no tenía yo ninguna otra arma; sin embargo, ya que no se me podía ocurrir que con esta clase de municiones iba yo a matar a semejante animal, todavía tenía la esperanza de ahuyentarlo con un disparo y aun hasta de herirlo. Inmediatamente disparé, sin darle tiempo a que me alcanzase; y el tiro salió, pero lo único que logró fue hacerle perder su calma e incitarlo a que me atacara con furia; yo iba a salir corriendo, pero esto solamente hubiera ayudado (si es que se puede llamar ayuda a esto) a mi propia destrucción. Rápidamente me volví y entonces me encontré ante un enorme cocodrilo, con su gran boca abierta, preparada para recibirme. A mi derecha estaba la laguna antes mencionada y a mi izquierda un profundo precipicio, que tenía, como entonces pude ver, y nunca lo olvidaré, un receptáculo en el fondo, con serpientes venenosas. Lleno de terror, me di por perdido, pues él león tenía sus patas traseras contraídas, como si hubiese llegado el momento dé acometer; involuntariamente me caí de miedo al suelo, y, como ya veremos, esto me salvó, pues el león saltó por sobre mí. Durante varios minutos estuve en una situación difícil de describir con palabras, esperando de un momento al otro sentir sus dientes o sus garras en alguna parte de mi cuerpo. Después de haber permanecido en esta para mí postrera situación, oí un ruido violento y poco corriente, distinto de cualquier otro sonido que hubiese escuchado mi oído; esto no parecerá tan asombroso, hasta que no explique de dónde procedía: después de escuchar por algunos segundos, me aventuré a alzar la cabeza y mirar a mi alrededor, cuando, con indescriptible alegría vi ¡que el león, con la furia con que saltó sobre mí al atacarme, había caído en la boca del cocodrilo!, la cual, como dije antes, estaba completamente abierta; ¡la cabeza de uno estaba en la garganta del otro! y ambos luchaban por devorarse mutuamente. Por fortuna encontré mi cuchillo de caza a mi lado; con este instrumento, separé, de un tajo, la cabeza del león, y su cuerpo cayó a mis pies. Entonces, con la parte trasera de mi escopeta, empujé la cabeza del león hasta el final de la garganta del cocodrilo, que murió asfixiado, pues no podía ni tragársela ni arrojarla.

Después de haber obtenido semejante victoria sobre mis dos poderosos adversarios, mi compañero de caza vino en mi busca, pues, al notar que no lo seguía en el bosque, retornó, suponiendo que me había perdido o que posiblemente me había sucedido algún percance.

Después de felicitarnos mutuamente, mecimos el cocodrilo, que tenía trece metros de largo. La piel fue curtida! y posteriormente enviada al museo de Amsterdam, donde aún puede ser admirada.