El país de las maravillas
Alicia, sentada en un banco cerca de su hermana y no teniendo nada en qué ocuparse, comenzaba a aburrirse. Alguna vez había mirado furtivamente el libro que su hermana estaba leyendo, pero en aquel libro no había ni grabados ni diálogos. «¿Qué utilidad puede ofrecer un libro, pensaba Alicia, que no tiene ni diálogos ni grabados?»
Allá, en lo recóndito de su cabecita, iba pensando -no sin esfuerzo, porque el día caluroso la ponía soñolienta y la entontecía- si el gusto de tejer una cadena de margaritas merecería el trabajo de levantarse para recoger las flores necesarias, cuando se presentó ante ella, de repente, como por arte de magia, un conejo blanco y con ojos de carmín.
Ciertamente, no había en ello nada de extraordinario, ni tampoco le pareció sorprendente a Alicia que un conejo se dijera a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué tarde es ya!» Si bien luego pensó que, en efecto, el hecho era muy notable, aunque lo pensó cuando ya le parecía lo más natural del mundo. Sin embargo, cuando el conejo sacó un reloj del bolsillo de su chaleco y lo miró atentamente, tuvo que convenir Alicia en que jamás había visto un conejo que usase chaleco y que tuviese reloj, y aguijoneada su curiosidad, corrió tras el conejo, que había escapado a campo traviesa. Alicia alcanzó a ver cómo se metía en su madriguera, allá a la vera de un soto.
Sin pensarlo mucho, colóse ella también por la boca de la madriguera, pareciendo importarle poco la manera cómo podría salir de allí.
Aquella mansión de conejos era un largo agujero que se prolongaba como un túnel, para después torcer hacia lo profundo, de modo que Alicia sintió entonces como si se cayera al fondo de un pozo.
O era éste muy hondo, o ella cayó muy lentamente, pues en su caída tuvo tiempo de mirar a su alrededor y darse cuenta de lo que iba pasando. Al principio miraba hacia el fondo, pero era demasiado oscuro para distinguir nada; miró después en torno y vio que había muchos armarios y estanterías de libros.
En las paredes del pozo se veían también cuadros y mapas colgados. De un armario cogió un tarro con un rótulo que decía: Confitura de naranja; pero, para desencanto suyo, el tarro estaba vacío. Iba a dejarlo caer, mas la contuvo la idea de matar a alguien que estuviera en el fondo del pozo; así es que volvió a dejarlo en el armario mientras continuaba descendiendo lentamente.
«Pues, señor, se decía Alicia; después de una caída como ésta, no tendré que quejarme si un día ruedo por las escaleras de mi casa. Y en ella me tendrán todos por muy valerosa. ¡Como que no diría nada aunque me cayese desde el tejado!» (lo cual era la verdad, probablemente.)
«¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo! ¿Pero es que no acabaré nunca de caer? ¿Cuántos kilómetros habré descendido ya? -se dijo Alicia en voz alta-. Ya debo estar muy cerca del centro de la Tierra. Sí, esto es: unos 6.500 kilómetros de profundidad.»
Por lo visto, Alicia había aprendido algunas cosas de esta clase en el colegio, y aunque la ocasión no fuera la más oportuna para recordarlas, no estando nadie presente para aplaudirle sus conocimientos, siempre es útil recordar lo que se sabe.
«Sí -continuó diciéndose Alicia-; ésta es, poco más o menos, la distancia. Pero ¿a qué grado de latitud o longitud habré llegado?» (Alicia no tenía ni la más remota idea de lo que son la longitud y la latitud, pero usaba estas palabras porque le parecían largas y bonitas.)
Y otra vez se habló a sí misma de esta suerte:
«Quisiera saber si estoy cayendo a plomo por el interior de la Tierra. Sería muy divertido traspasarla, salir al otro lado y encontrarme con la gente que anda con la cabeza hacia abajo y los pies para arriba. Creo que les llaman Los Antipáticos. (Ahora estaba contenta de que no la oyese nadie, pues tenía la seguridad de que la palabra no era ésta.) Ya preguntaré por el verdadero nombre del país. -Dígame usted, señora: ¿es esto la Nueva Zelanda o Australia? (Y ponía un gesto muy amable al decir esto.) ¡Figúrense! ¡Ser amable mientras se está cayendo! ¿Pero es que yo podría ser amable? Por supuesto que me tendrían por la más ignorante de las muchachas, al preguntar por el nombre del país. No; no debo preguntar; acaso lo halle escrito en carteles en alguna parte.
«¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo!» Ya que no podía hacer otra cosa, Alicia continuó hablando: «Creo que Dinah me echará mucho de menos esta noche. (Dinah era la gatita). A ver si se acuerdan de su plato de leche a la hora del té. Dinah, querida mía, quisiera tenerte aquí conmigo para que pudieras cazar un murciélago, ya que ratones no creo que ande ninguno por el aire. Por fortuna, como tú sabes, Dinah, los murciélagos se parecen mucho a los ratones. Pero se me ocurre una duda: ¿se comen los gatos a los murciélagos?»
Comenzó Alicia a sentir cierta somnolencia, y entrando en estado de sopor, iba repitiendo: «¿Los gatos se comen a los murciélagos7 ¿Los gatos se comen a los murciélagos?» Y a veces: «¿Los murciélagos se comen a los gatos?» Pues debe tenerse en cuenta que, no pudiendo Alicia con testarse a ninguna de sus preguntas, no importaba invertir el orden de las palabras. Sintió que iba a dormirse. Ya comenzaba a soñar que estaba paseándose en compañía de Dinah y diciéndole a la gatita muy seriamente: «Dime ahora, Dinah: ¿no te has comido nunca ningún murciélago?»
Cuando de repente ¡paf!, tropezó con un gran montón de leña y hojas secas, y terminó allí la caída.
Alicia no estaba herida ni mucho menos. Se levantó de un salto y miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella abríase otro largo pasadizo, por donde vio correr todavía al conejo blanco. No era cosa de perder tiempo. Corriendo tras él se fue Alicia y llegó a punto para oírle decir, al doblar una esquina: «¡Oh, por mis orejas y por mis mostachos, que ya es muy tarde!» Alicia dobló también la esquina, pero ya no vio al conejo. Y hallóse en una sala muy larga y muy baja, alumbrada por una fila de lámparas que pendían del techo.
En todas las paredes de la sala había puertas, pero estaban todas cerradas, y aunque Alicia fue empujándolas una por una, ninguna se abrió. De modo que Alicia vino a situarse en el centro de la sala, considerando que le sería muy difícil salir de aquel vasto recinto.
Viose de improviso ante una mesa de tres patas, toda ella de cristal. Sobre la mesa no se veía otra cosa que una llavecita de oro. Alicia pensó que aquella llave serviría para abrir alguna de las puertas; pero, desgraciadamente, o las cerraduras eran demasiado grandes o la llave demasiado pequeña, pues no sirvió para abrir ninguna. Pero al dar la segunda vuelta a la sala reparó en una cortina que no había visto antes, tras la cual halló otra puerta que no tendría más de unos quince centímetros de alto. Probó la llavecita de oro y vio, con gran alegría, que ajustaba en la cerradura perfectamente.
Abrió la puerta y descubrió un corredor muy largo, como un escondrijo de ratones. Arrodillóse, y aplicando el ojo al agujero, vio al final el jardín más bonito que jamás había visto. Desde luego deseó pasearse por aquel jardín, entre aquellas fuentes frescas y aquellas hermosas flores, pero por la puerta apenas si cabía su cabeza. «Y aunque pasara mi cabeza -pensó Alicia-, sería de poca utilidad si el resto del cuerpo se quedara afuera. ¡Oh, quisiera poder plegarme como un telescopio! Y creo que me plegaría completamente si supiera cómo se hace esto». Por lo que puede verse, tantas cosas extraordinarias le habían sucedido, que ninguna o muy pocas tenía por imposible.
Considerando que nada obtendría con quedarse junto a la pequeña puerta, se volvió a donde estaba la mesa, esperando encontrar en ella otra llave o siquiera un libro que le enseñara cómo se pliega la gente al estilo de un telescopio. Esta vez encontró sobre la mesa un frasquito (un frasquito que antes no estaba, como recordó Alicia), en cuyo cuello vio un papel donde se leía, impresa hermosamente en gruesos caracteres, esta palabra: ¡Bébeme!
Estaba muy bien aquello de ¡Bébeme!, pero la astuta Alicia no se apresuró a beber. «No; antes hay que ver despacio qué es esto -pensó- y si contiene o no contiene la palabra veneno». Había leído Alicia varias historias de niños que se quemaron o fueron devorados por las fieras o a quienes sucedieron otras cosas desagradables, sólo por no querer recordar las sencillas reglas que sus amigos les enseñaron, por ejemplo: que un hierro al rojo vivo quema si se lo coge con la mano, y que si uno se hace un corte profundo en un dedo con un cuchillo, generalmente brota la sangre; tampoco había olvidado Alicia que si se bebe de una botella marcada con la palabra veneno, es casi seguro que han de sentirse algunas molestias más o menos tarde.
Pero como el frasquito en cuestión no presentaba la palabra veneno, Alicia probó y encontró muy agradable su contenido (que tenía un sabor como de torta de cerezas, crema, pina, pavo a la parrilla, azúcar y pan tostado, todo a la vez) y en muy poco tiempo quedó vacía la botella.
«¡Qué cosa tan extraña!, decía Alicia. Creo que me estoy plegando como si fuera un telescopio.»
Y así era la verdad, pues ahora sólo medía unos diez centímetros; de modo que se puso muy alegre pensando que ya podría pasar por aquella puertecita tan pequeña y llegar hasta el jardín que había visto al final del corredor. Pero la desgraciada Alicia halló cerrada con llave la puerta; la llavecita habíala dejado sobre la mesa, y cuando volvió sobre sus pasos en busca de la llave, encontróse con que, por efecto de su repentina cortedad de cuerpo, no alcanzaba siquiera a la altura de la mesa.
Veía la llave por el cristal, y aunque hizo esfuerzos sobrehumanos para encaramarse por una de las patas, y se empinó y estiró el cuerpo cuanto pudo, al fin tuvo que desistir. Ya cansada, la pobrecilla se sentó en el suelo y se echó a llorar. ...
Pero sus ojos se fijaron en una cajita de cristal que había debajo de la mesa; la abrió y encontró en ella un bizcocho en el que estaban dibujadas con pasas diminutas las letras de esta palabra: ¡Cómeme!
«Está bien; me lo comeré, se dijo Alicia, y si me hiciera crecer, podría alcanzar la llave; pero si, por lo contrario, todavía me empequeñece más, no importa, porque podré deslizarme por debajo de la puerta, y así, de un modo o de otro, llegaré al jardín. Lo que pase después no me preocupa, me tiene sin cuidado».
Dio un bocado al pastel, diciéndose ansiosamente: «¿De qué modo será? ¿de qué modo será?» Y sostenía una mano por encima de su cabeza para mejor darse cuenta de su transformación, pero se asombró al ver que su talla seguía siendo la misma. Esto, ciertamente, es lo que suele suceder a los que comen bizcochos; pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a las cosas extraordinarias, que la vida le habría parecido bastante insípida, al deslizarse con perfecta naturalidad. Siguió comiendo y muy pronto dio fin al sabroso bizcocho.
Más animada y curiosa, pensó Alicia, cuya sorpresa la había privado por un momento de la palabra: «Ahora me estoy estirando como el telescopio más grande que puede haber en el mundo. ¡Adiós, piececitos míos! ¿Quién va a ponerme ahora las medias y los zapatos? De que yo no he de poder estoy segura. Me siento demasiado lejos, piececitos, para ocuparme de vosotros personalmente. Ya os arreglaréis como podáis. Pero debo ser buena con mis pies, siguió pensando Alicia, para que me obedezcan y anden siempre que yo quiera. Vamos a ver: les compraré un nuevo par de zapatos todas las Navidades».
Precisamente en aquel momento su cabeza acababa de chocar contra el techo de la sala. Efectivamente, su talla era ya de unos tres metros poco más o menos. Luego cogió la Ilavecita de oro y corrió a la puerta del jardín.
¡Pobre Alicia! Lo más que pudo hacer fue echarse en el suelo, de lado, y mirar con un ojo el hermoso jardín; pero cruzar el umbral de la puerta era más problemático que nunca. Se sentó y echóse a llorar otra vez. «Debería avergonzarme de mi debilidad, decíase mientras lloraba; soy demasiado grande (¡bien podía decirlo así!) para llorar de este modo. ¡Vaya; se acabó!»
Pero continuaban sus lágrimas brotando a raudales, hasta que se formó un charco a su alrededor, un charco que ya llegaba al centro de la sala y que tendría, por lo menos, unos doce centímetros de profundidad.
Al poco rato oyó distante un rumor de pisadas, un apagado tic-tac, que le hizo enjugarse los ojos y ponerse en guardia. Era el conejito blanco que volvía, elegantemente vestido, sosteniendo con una de sus patitas delanteras un par de guantes blancos, y llevando en la otra un abanico. Llegó corriendo, como si llevara mucha prisa, e iba diciéndose al pasar: «¡Oh, la duquesa, la duquesa! ¿Se habrá enfadado porque la he hecho esperar?»
Estaba Alicia tan desesperada, que habría pedido ayuda a cualquiera. Por esto, cuando el conejo estuvo cerca de ella, le dijo con voz suave y tímida:
-Tendría usted la bondad, caballero. ..
Detúvose sorprendido el conejito. Dejó caer los guantes y el abanico; escapó luego como alma que lleva el diablo, y se perdió en la oscuridad.
Alicia recogió del suelo el abanico y los guantes, y como en la sala hacía mucho calor, mientras charlaba sola, se abanicaba nerviosamente.
«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué cosas tan extrañas me suceden hoy! Y ayer todo sucedía según la costumbre. Es que quizá durante la noche habré pasado por una gran transformación. Recordemos: ¿era yo la misma, cuando desperté esta mañana? Creo recordar que me sentí un poco distinta. Pero si no soy la misma, se presenta otra cuestión: ¿Quién soy yo entonces? ¡Ah, esto es como para desesperarse!»
Comenzó a recordar las niñas que conocía de su edad, pretendiendo descubrir si se habría transformado en una de ellas.
«Estoy segura de que no soy María, se dijo, pues ella tiene muy retorcidos los bucles y mi pelo no es rizado. Tampoco soy Juanita, ya que yo sé muchas cosas y ella es una ignorante. Además, ella es ella y yo soy yo. ¡Oh, Dios mío, qué lío me estoy haciendo! Veamos si recuerdo las cosas que sabía: 4 por 5, son 12; 4 por 6, son 10; 4 por 7, son... ¡Oh, Dios mío; de este modo nunca voy a llegar a 20! Pero bien es cierto que la tabla de multiplicar significa muy poco. Probemos la geografía. Londres es la capital de París, París es la capital de Roma, y Roma... No, no es esto; tengo la seguridad de que me equivoco. Debo haberme transformado en Juanita.»
Y cruzó sobre la falda las manos, como cuando repetía sus lecciones. Pero de improviso, al reparar en sus manos, se sorprendió de ver que se había puesto uno de los pequeños guantes del conejo, sin notarlo.
«¿Pero cómo puede haber sido esto?, se preguntó. Otra vez debo estar decreciendo».
Fue a la mesa para medirse y halló que ahora no levantaba del suelo más de tres palmos y que se iba empequeñeciendo más y más. Comprendió luego que la causa era el abanico, por lo cual lo arrojó lejos de sí, y así evitó que desapareciera su cuerpo completamente.
«¡A tiempo he caído en la cuenta!, exclamó Alicia, asustada por el súbito cambio, pero contenta de ver que todavía existía. Ahora vámonos al jardín».
Y echó a correr hacia la puertecita; pero ¡ay! otra vez se le había olvidado la llave encima de la mesa. «El caso es ahora más grave que nunca, pensó la pobre niña; puesto que nunca he sido tan pequeña como ahora. ¡Oh, esto es horrible!»
En esto estaba, cuando resbaló y se encontró sumergida en agua salada hasta el cuello. Pensó que se hallaba en el mar; éste fue su primer pensamiento, y se dijo, para consolarse, que podría volver a tierra en ferrocarril. Pero no estaba en el mar, sino en el charco de lágrimas que había producido ella misma llorando, cuando medía tres metros de talla.
«Quisiera no haber llorado tanto, se dijo, mientras trataba de salir del baño. Ahora se me castiga por llorona y se quiere que me ahogue en mis propias lágrimas. Es algo muy extraño, pero hoy no me suceden más que cosas extrañas».
Algo que se movía en el agua le llamó la atención; creyó, por un momento, que se trataba de un lobo de mar o de un hipopótamo; pero no era más que un ratón, que, como ella, se había caído en la charca muy contra su voluntad.
«Acaso este ratón me sirva de algo, pensó Alicia. No me llamaría nada la atención que hablara como las personas, porque lo que aquí sucede es todo extraordinario. Probemos».
Y le dijo:
-Oye, ratoncito; ¿conoces tú el camino para salir de aquí? ¡Ya estoy cansada de nadar, ratoncito!
Dudó Alicia de si sería éste el modo adecuado de hablarle a un ratón, pero como jamás se había visto en otra, no sabía cómo hacerlo ni qué tratamiento emplear. Recordó entonces haber visto en la Gramática Latina de un hermano suyo, algo que decía así: «Un ratón-de un ratón-a un ratón- ¡Oh, ratón!» Mientras tanto el ratoncito la miraba de un modo hostil y parecía guiñarle uno de sus ojillos, pero sin decir nada.
«Tal vez no comprende el castellano, pensó Alicia. Aseguraría que es un ratón francés».
Y añadió en voz alta:
-;Oú est ma chatte?
Esto lo había aprendido en la primera lección de su gramática francesa. El ratón dio un brinco en el agua y se puso a temblar como un azogado.
-¡Oh, le suplico que me perdone! -se apresuró a manifestar Alicia, que temía haber herido la susceptibilidad del ratoncito-. Se me olvidó que los ratones y los gatos no sostienen muy cordiales relaciones.
-¡No me gustan los gatos! -gritó el ratón con apasionamiento-. ¿Le gustarían a usted los gatos si estuviera en mi lugar?
-¡Ya, ya! Es posible que no -repuso la muchacha amablemente-. Vuelvo a suplicarle que me perdone. No obstante, yo quisiera poder presentarle a mi gatita Dinah; creo que si la viese usted se reconciliaría con los mininos. ¡Es un animalito tan pacífico y tan mono!
Y Alicia continuó hablando como si lo hiciera consigo misma, mientras nadaba en la charca perezosamente.
-¡Se sienta junto al fuego con tanta gracia, roncando, lamiéndose sus patitas y limpiándose la cara! ¡Y es un animal tan a propósito para dejarse acariciar y tan fiero para cazar ratones...! ¡Oh, perdone usted -continuó Alicia, al ver que el ratoncito volvía a temblar como hoja en el árbol-. No hablemos más de mi gatita, si es su gusto.
-¡No; no hablemos de gatos! -gritó el ratón, al que seguía temblándole el rabito-. No me gusta esta conversación. Toda mi familia odia a los gatos, animaluchos feos, bajos, vulgares. ¡No vuelva usted a nombrarlos!
-Prometo no hacerlo más -aseguró Alicia, que también deseaba encaminar la conversación por otro rumbo-. ¿Le gustan los perros?
El ratón no contestó, por lo cual la muchacha siguió diciendo con creciente entusiasmo:
-Hay cerca de mi casa un perrito tan mono, que quisiera poder presentárselo. Es un pequeño terrier, de ojos brillantes; ¿sabe? ¡Y tiene un pelo castaño tan largo y rizado...! Va a buscar todos los objetos que se le tiran y se sostiene con las patitas de atrás, levantándose cuando pide su comida. Sabe hacer tantas cosas bonitas que no recuerdo ni la mitad. Según dice su amo, un viejo labrador, es además tan útil que vale nada menos que 500 pesos. Dice su amo que mata todas las ratas... ¡Oh, Dios mío! Temo haberlo ofendido otra vez.
En efecto, el ratón se alejaba, nadando tan de prisa, que toda el agua de ¡a charca se conmovió. Alicia lo llamaba con voz suave:
-Querido ratoncito, vuelve. Te prometo que no hablaremos más de perros si no te gustan.
El ratón dio media vuelta y se acercó de nuevo, nadando lentamente. Su carita se había puesto muy pálida (Alicia creyó que era efecto del miedo) , y dijo en voz baja y temblorosa:
-Vámonos a la orilla; allí le contaré mi historia, y entonces comprenderá usted por qué odio tanto a los gatos y a los perros.
Era ya tiempo de salir del agua, pues se había llenado de animales, que fueron cayendo en la charca uno tras otro. Los había de toda naturaleza, del aire y de la tierra, y tenían muchos las formas más extrañas. Iba Alicia nadando hacia la orilla y todos aquellos animalitos la seguían.
De modo que en la orilla se reunió una multitud de seres extraordinarios, pájaros y bestias cuadrúpedas, todos bañados en el charco de lágrimas y presentando un aspecto curiosísimo. Lo más extraordinario era, sin embargo, su conversación.
El ratoncito, que gozaba de cierta autoridad entre sus compañeros, trató primeramente de que se secaran, y, al efecto, les refirió un cuento del Sol. Pero, como ni así lograra secarse Alicia, propuso al ratón una carrera. Se aceptó la idea, partió cada cual cuando le pareció oportuno y se detenía cuando se cansaba.
Dijo el ratón que la carrera la habían ganado todos y que Alicia era la encargada de repartir los premios. Por fortuna, la niña tenía algunos dulces que no se habían mojado, y los repartió; tocaron a uno por barba, pero Alicia se quedó sin ninguno.
Esto les pareció una injusticia a todos aquellos amables animalitos. Tenía Alicia un dedal, y uno de los contertulios, que era un hermoso peto, se lo tomó, y adoptando después una actitud muy ceremoniosa, volvió a entregárselo, diciendo:
-Todos le rogamos que se sirva aceptar este elegante dedal.
Y se rieron todos. Alicia encontró absurdo todo aquello, pero era lo de menos. Sus amigos, que se habían secado ya, comíanse los dulces alegremente. Después el ratón comenzó a contarle a Alicia su historia para explicarle su odio a los G y P (tal era el miedo del ratoncito a los gatos y perros, que para nombrarlos usaba sólo las iniciales). Pero Alicia, indiscreta siempre, nuevamente hirió la susceptibilidad del ratón, pues les habló a los otros animales de Dinah, díciéndoles que era su gato favorito. Y sucedió que aquellos señores, que tampoco demostraban tener ninguna simpatía a los gatos, pusiéronse muy nerviosos y acabaron por escurrir el bulto, uno tras otro, y así dejaron sola a la pobre Alicia. Precisamente, cuando ésta estaba a punto de hacer pucheros desconsolada, sintió que alguien se aproximaba y creyó que sería el ratón que regresaba para contarle su historia.
Era el conejo blanco, que venía dando saltitos. Miró al suelo ansiosamente, como si se le hubiese perdido algo y murmuró después: «¡Ay, la duquesa! ¡Ay, pobres piececitos míos! ¡Ay, mi pellejo y mis bigotes! ¡Me mandará matar tan cierto como que un hurón es un hurón! ¿Pero dónde puedo haberlos perdido?» Alicia adivinó en un momento que el conejo estaba buscando su abanico y sus guantes blancos de piel, y como era de natural bondadoso, ayudó al conejito en sus pesquisas; pero todo había cambiado después del chapuzón en la charca, y no se encontraron en parte alguna ni los guantes ni el abanico. ¡Como que habían desaparecido completamente la gran sala y la mesa de cristal y la famosa puertecita que daba paso al hermoso jardín!
Cuando el conejo advirtió la presencia de Alicia, gritóle con voz en la que se descubría su enfado:
-¡Pero, Ana María! ¿Qué demonio estás haciendo ahí? Vete a casa ahora mismo y tráeme un par de guantes y un abanico. ¡Pronto!
Alicia sintió miedo y corrió hacia donde el conejo le indicaba con un dedo, sin atreverse a advertirle la equivocación que sufría.
«Seguramente, me ha tomado por su criada, iba pensando. ¡Qué sorpresa la suya cuando caiga en cuenta de su error! Creo que haré bien si le traigo su abanico y sus guantes, pero ¿dónde encontrarlos?»
De pronto hallóse ante una casita muy limpia, en cuya puerta había una placa de latón con este nombre grabado: W. Conejo. Entró Alicia sin llamar y subió al primer piso, temiendo mucho encontrarse con la verdadera Ana María, que seguramente la echaría fuera de la casa sin entregarle el abanico y los guantes.
«Verdaderamente, es absurdo, reflexionó Alicia, que yo ejecute las órdenes de un conejo. Espero que también Dinah me mandará uno de estos días a que le haga algún recado».
En esto había ya entrado en una pequeña habitación muy aseada, que tenía abierta una ventana y donde halló encima de una mesa, como ya lo esperaba, un abanico y dos o tres pares de guantes blancos de piel. Cogió el abanico y un par de guantes, y ya se disponía a salir cuando sus ojos se fijaron en una botella que estaba cerca de un espejo. Ningún rótulo tenía aquella botella que dijera: ¡Bébeme!, pero Alicia bebió de su contenido, esperando que con ello volvería a crecer, pues ya estaba cansada de ser tan pequeña.
En efecto, creció sin dilación, y tan rápidamente, que antes de haberse bebido media botella ya tocaba con la cabeza al techo, por lo que se vio obligada a encorvarse para evitar que se le rompiera el pescuezo. Mas como seguía creciendo, tuvo que arrodillarse y estirarse después en el suelo, ya que ni de rodillas cabía en la habitación. Así tuvo que sacar un brazo por la ventana y meter un pie en la chimenea, a tiempo que se decía con desesperación: «Ya no puedo hacer más. ¿Qué será de mí, Dios mío?»
Afortunadamente para Alicia, los efectos mágicos de la botella no pasaron de ahí. Pero ya era bastante. Alicia no tenía ninguna esperanza de poder salir de aquella habitación y estaba triste y desesperada.
«¡Ah, se estaba mucho mejor en casa, creciendo de un modo normal!», pensó. Y al recordar los tranquilos momentos que había vivido en su casa, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, cosa que hubiera ocurrido si, en ese instante, no le llegara desde afuera una voz que la dejó suspensa:
-¡Ana María! ¡Ana María! -gritaba el conejo-. ¡Tráeme mis guantes!
Y muy pronto sintió que el conejo subía las escaleras. Mas al llegar arriba no pudo abrir la puerta, pues Alicia tenía un codo apoyado en ella. Quiso entonces el autoritario conejo dar la vuelta y entrar por la ventana, pero esto también le resultó imposible, pues no bien se asomó, Alicia lo empujó con la punta de un dedo y de esa manera lo envió abajo.
Se sintió entonces algo así como un ¡paf! y un ruido de vidrios rotos, que le hizo suponer que el conejo habría caído sobre un invernadero. Enseguida volvió a oírse la voz, esta voz muy indignada, del conejo:
-¡Pastilla, Pastilla, ven aquí y quita de aquella ventana eso que me ha arrojado abajo!
Pero cuando aquél a quien llamara Pastilla asomó por la ventana, Alicia sacó nuevamente su dedo y volvió a oírse un ruido de vidrios rotos. Se hizo luego un silencio y le pareció que allí abajo parlamentaban. Alicia aguzó el oído y creyó oír:
-Mira tú, Perico, sube al techo y baja por la chimenea.
Alicia se rió para sus adentros, pues con sólo estirar la pierna en la posición en que se hallaba, enviaría de vuelta por la chimenea a quien por allí bajara, sacando el pie por la parte superior del tubo. Así lo hizo, no bien sintió que algo se deslizaba por él, y las voces del conejo le advirtieron del resultado de su defensa.
-¡Míralo allí, Pastilla, que vuela por los aires! Ahora cae. ¡Recógelo!
A pesar de todo su miedo, le entraron entonces bastantes ganas de reír a nuestra traviesa Alicia. Pero no tuvo tiempo de hacerlo, pues enseguida sintió que abajo volvían a hablar, esta vez muy animadamente. Y creyó oír:
-Con un barril bastará. Tírale tú algunas.
Y enseguida, una especie de granizo, compuesto por piedrezuelas, comenzó a llover por la ventana. Trató Alicia de coger algunas de estas piedrezuelas que le arrojaban sus enemigos, y al tener una de ellas en sus manos, pudo ver con asombro que se convertían en bizcochitos. Esto la alegró, pues se dijo: «Seguramente comiendo algunos de estos bizcochos volveré a achicarme y recuperaré mi tamaño normal». Y, efectivamente, no bien masticó algunos de estos bizcochos notó que empequeñecía. Aguardó a ser lo bastante pequeña como para poder pasar por la puerta, y una vez que esto le fue posible salió corriendo de la casa. Al pasar, vio que Perico era un pobre lagarto, al que trataban de reanimar dos pequeñas ardillas dándole a beber de una botella.
Alicia debió apresurar la marcha para que estos animalillos, y muchos otros que, junto con el señor Conejo, se hallaban con ellos, no se le arrojaran encima. Así llegó pronto al bosque, un bosque espeso e inmenso, donde se detuvo al fin casi muerta de cansancio.
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