Tenemos grandes esperanzas de evadirnos, pero seguimos prisioneros


No teniendo otro remedio que obedecer, bajamos todos a la cámara, y bien pronto la hélice del Nautilus convertía el agua en blanca espuma y nos ponía fuera de tiro. Callé durante algún tiempo; pero luego, después de reflexionar un rato, me aventuré a subir otra vez contando con disuadir al capitán de su decisión de echar a pique la nave enemiga. El submarino giraba ya alrededor de ella como la fiera que se prepara para atacar a su víctima, y no había aún acabado yo de hablar, cuando el capitán volviéndose hacia mí, con altivez me impuso silencio.

-Yo soy aquí la ley y el juez -dijo casi gritando-. Ahí está el opresor. Por su causa he perdido todo lo que más quería y veneraba: mi patria, mi esposa, mis hijos, mi padre y mi madre. ¡A todos los he visto perecer!

Cuanto yo aborrezco en el mundo está representado por esa nave. ¡Ni una palabra más!

Ante semejante odio era inútil todo intento de persuasión. Mis compañeros y yo resolvimos probar de evadirnos cuando el Nautilus iniciase el ataque. A las seis de la mañana siguiente, que era el 2 de junio, estaban los dos buques separados solamente por una distancia de milla y media. De repente, cuando nos hallábamos ya preparados para arrojarnos al mar, cerróse de golpe la compuerta superior, perdiéndose con ello toda probabilidad de fugarnos.