Nuestra carrera a través del océano Atlántico y otro intento de evasión


El pobre Ned Land estaba tan desesperado, que Conseil tuvo que vigilarle para que no se suicidase. Una mañana díjome:

-Vamos a huir esta noche. He echado ya mis cuentas y he deducido que, a unas veinte millas al este, hay tierra. Tengo recogidos algunos víveres y un poco de agua. Conseil y yo estaremos a las diez dentro del bote que siempre está preparado. Allí nos reuniremos todos y, como no logremos escaparnos, a mí no me cogen vivo.

-Iré con vosotros -dije-. Al menos podremos morir juntos.

Quise comprobar el rumbo del Nautilus y me dirigí al salón íbamos en dirección NNE. con pasmosa velocidad y a una profundidad de veinticinco brazas. Eché la última ojeada a las maravillas naturales y a los tesoros de arte de aquel extraño museo, condenados a perecer con su dueño en las profundidades del Océano.

De vuelta a mi camarote, vestíme el traje de mar y coloqué cuidadosamente todas mis notas entre la ropa que llevaba puesta. Latíame el corazón con tal violencia, que llegué a temer que mi agitación me delatase, si me encontraba con el capitán Nemo. Creí que lo mejor sería echarme en la cama a fin de calmar mis nervios y pasar así el tiempo hasta la hora señalada, para llevar a cabo nuestra tentativa de evasión. Las diez iban a dar cuando oí que el capitán Nemo tocaba una melodía triste y fantástica a la vez. Sentíme presa de súbito terror al tener que pasar por el salón mientras él estaba allí; pero era forzoso hacerlo, y dirigiéndome silenciosamente a la puerta del salón, la abrí con suavidad. El capitán Nemo continuaba tocando su enternecedora melodía; y a favor de la oscuridad reinante en el salón, que era absoluta, yo dirigí mis pasos muy despacio hacia la puerta de la biblioteca. Ya casi la había abierto del todo, cuando un suspiro que exhaló el capitán me obligó a detenerme.

Habíase levantado, y como a la sazón entraban algunos rayos de luz procedentes de la biblioteca, pude ver que venía hacia mí con los brazos cruzados, deslizándose como un fantasma más bien que andando. Hínchábasele el pecho a cada sollozo que exhalaba, y le oí murmurar estas palabras, que fueron las últimas que escuché de su boca.

-¡Basta, Dios mío, basta!

¿Sería esto la expresión de un remordimiento? ¿Atormentaría algún torcedor la conciencia de aquel ser misterioso?