El misterio del inglés herido y un entierro en el mar
Era para mí, que había escrito Los misterios de las tierras submarinas, una experiencia incomparable, el ver así, de un golpe, la vida de lo que, sólo fuera del mar, había contemplado antes. Apresamos muchos ejemplares rarísimos y matamos una hermosa nutria. Tenía metro y medio de largo y su piel valía como cien libras esterlinas.
Tan encantado estaba yo con las maravillas que se nos presentaban a cada paso, que se me fueron los días sin tomar nota de ellas; pero el capitán Nemo, a pesar de toda su amabilidad, continuaba encerrado en un misterio de esfinge. Un día montó en cólera después de mirar por el cristal hacia un punto señalado por su segundo, e inmediatamente mis compañeros y yo fuimos encerrados en un lugar oscuro, como lo habíamos sido por primera vez al penetrar en el Nautilus. Cuando desperté al día siguiente, llevóme el capitán a ver a un inglés herido que tenía aplastada la cabeza, y al manifestarle que apenas podría vivir dos horas, los negros ojos del capitán parecieron circundarse de lágrimas. Creí aquella noche oir los cantos de un himno funerario, y al otro día condujéronme a una selva de coral en donde enterraron el cuerpo de aquel hombre. Nos hallábamos en un pequeño cementerio submarino, según colegí por una cruz de coral erigida en aquel sitio. Ned Land, al contrario de lo que a mí me pasaba, pronto quedó satisfecho y aun harto de lo que había visto del mundo submarino, y su único pensamiento era la fuga; pero la ocasión de huir no se presentaba nunca. Íbamos navegando por la costa oriental de América del Sur, y el 17 de mayo nos hallábamos a quinientas millas del Heart's Contení. Allí pude ver, a una profundidad de más de mil quinientas brazas, el gran cable eléctrico tendido en el fondo del Océano. La inquietud del pobre Ned Land llegó a su colmo cuando divisó la costa americana; pero el capitán Nemo cambió de rumbo, y dirigiéndose a Irlanda y luego al sur, el Nautilus pasó a la vista del cabo Finisterre el 30 del mismo mes.
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