Presentación de esta obra maestra del humorismo


Recuerdo mi primera visita a Tartarín de Tarascón tan claramente como si hubiera sido ayer, aunque hace de ello más de una docena de años. Él vivía entonces en la tercera casa a la izquierda, según se entra en la ciudad por la carretera de Aviñón; y era su morada una preciosa quinta, pequeña, como muchas otras en Tarascón, con un delicioso jardincito en su frente, una galería detrás, y sus paredes tan blancas que relucían con el brillo de un espejo herido por los rayos del claro sol del Mediodía. Las persianas eran de un verde claro; pero en realidad no había cosa alguna notable en el aspecto exterior de la casa. En el interior ya no sucedía lo mismo. Pero la sorpresa era súbita y muy explicable.

Después de pasar al huerto que la quinta tenía a su espalda, nadie creería estar en la vieja Francia. Todos los árboles y plantas habían sido traídos de países extranjeros; ¡tan tremendo era para recoger curiosidades de la naturaleza este admirable Tartarín! Preciábase, por ejemplo, de tener un espécimen de baobab, el más gigantesco de todos los árboles del mundo; si bien el tal espécimen era sólo bastante grande para ocupar un tiesto de reseda, a pesar de lo cual, su dueño estaba altamente orgulloso de poseerlo.

Lo más notable de este lugar de tan exótico aspecto era, no obstante, el retiro privado del héroe, en el fondo de] huerto. Figúrese el lector un salón grande, reluciente del suelo al techo con armas de todas clases, recogidas en los diferentes países: carabinas, rifles, trabucos, cuchillos de monte, revólveres, dagas, saetas con punta de pedernal, en una palabra, ejemplares de las mortíferas armas de todas las razas, usadas por el hombre en las diversas partes del mundo. Cada objeto estaba clasificado admirable y curiosamente, y rotulado como si fuera en un museo público. “Flechas envenenadas. Se ruega no tocarlas”, era la advertencia escrita en una de las cartulinas. “Armas cargadas. ¡Cuidado!”, podía leerse en otra. ¡Caramba! Se necesitaba valor para andar por el retiro del gran Tartarín.

Había allí libros de viajes y aventuras, libros de caza de fieras, puestos sobre la mesa que ocupaba el centro, y, sentado a ella, veíase a un hombre de corta estatura y un tanto gordo, de pelo rubio y de unos cuarenta y cinco años, con barba muy recortada y ojos avispados. Estaba leyendo, en mangas de camisa, un libro que tenía en la mano, y entretanto gesticulaba descompasadamente con una gran pipa que tenía en la otra, pues se figuraba evidentemente ser el atrevido héroe de la novela; y este sujeto de cara satisfecha era el gran Tartarín de Tarascón; ¡el intrépido, el incomparable Tartarín! Tal hombre para un tal ambiente de rarezas.

Ahora bien, en el tiempo a que me refiero, Tartarín no había alcanzado todavía la fama de sus últimos años, pues aunque ya era ciertamente una persona de viso en Tarascón, había de llegar a ser todavía el hombre más famoso en todo el sur de Francia. La gente de Tarascón era sumamente aficionada a la caza; y Tartarín era el campeón de los cazadores. Cosa que no dejará de parecer chusca, al considerar que no había en varios kilómetros alrededor de Tarascón ser viviente alguno al que se pudiese disparar un tiro, fuera de algún raro gorrión que atrajera a los cazadores de la localidad; pero el lector no sabe cuan ingeniosa es aquella gente.