El pescador que quiere batallar con el mar para salvar la máquina de la Durande
-Si existiera ese hombre -exclamó Deruchette, que procuraba consolar a su tío-, yo me casaría con él.
-¿Os casaríais con él, señorita? -murmuró un fornido mozo que se había acercado desde fuera del corro hasta colocarse ante ella. Era un pescador llamado Gilliatt, y se expresó con tal tranquilidad y resolución que todos hubieron de encontrar aquello fuera de lo ordinario.
No perdían de vista las personas a maese Lethierry, quien con gran solemnidad declaró que Deruchette sería esposa del que lograse salvar la valiosa máquina.
A la noche siguiente hablaban los pescadores y torreros de un loco a quien habían visto gobernar una balandra, recientemente construida, a través de los pasos más peligrosos por entre los arrecifes. Tratábase de Guilliatt, que se había decidido a ganar el premio, que realizaba sus más desvariados sueños. Partió para las rocas de Douvres y tomó por el camino más corto, despreciando peligros y exponiéndose a perder en un momento su batalla con el mar.
Sumido en la negrura de la noche surcó aquellas aguas como nunca se hubiese atrevido nadie, y al rayar el alba hallábase ya Gilliatt con su balandra en las feas y desoladas rocas de Douvres. Los dos gigantescos pilares de granito sostenían en lo alto el quebrado buque como una nuez en su cascara; pero Gilliatt no tenía tiempo para maravillarse mirando aquello. Amarró su embarcación, saltó a tierra y trepó hacia el buque naufragado, movido por su ilusión.
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