La desagradable sorpresa en el día de la boda
En las primeras horas de la mañana del 8 de noviembre de 1628, un joven vestido con alegre traje de boda, saliendo de su casa, en la aldea de Lecco, situada a orillas del lago de Como, se encaminaba con paso apresurado a casa del señor cura. Gozoso iba cantando por el camino una copla amorosa; y las plumas de colores que adornaban su gorra ondulaban al compás de los movimientos de su cabeza, con tanta alegría como la que mostraba su dueño. Era que, aquel día, Lorenzo Tramaglino, a quien llamaban Renzo, se casaba con Lucía Mondella. Aunque no contaba más que veinte años, era tan hábil en su oficio de tejedor de seda, que había podido establecerse por su cuenta y estaba en situación de tomar esposa y vivir con ella en la pequeña propiedad que cultivaba con esmero. Todo estaba preparado: la linda desposada, de hermoso pelo negro, vestida ya con su rico traje de seda y medias de color escarlata, y los invitados reunidos en su casa, no aguardaban sino la respuesta del señor cura fijando la hora de la ceremonia nupcial, de acuerdo con lo que ya habían arreglado entre ellos con la debida anterioridad.
Pero una terrible sorpresa estaba reservada a Renzo. El señor cura, a quien todos llamaban padre Abundio, era un hombre de carácter débil y tímido; la noche anterior lo habían sorprendido dos espadachines del pueblo, que no temían a Dios ni al diablo, amenazándole con quitarle la vida si celebraba la boda. Estaban ambos al servicio de don Rodrigo, hombre poderoso y de noble nacimiento, pero sin pizca de escrúpulos, y tan malvado como fuerte. Éste se había enamorado de la belleza de Lucía y juró hacerla suya: vivía en un castillo junto al lago, a unos cinco kilómetros del pueblo, y a su servicio tenía gran número de estos desalmados, capaces de cometer cualquier crimen que él les ordenara. Con tales artes se había hecho temer y respetar en muchas leguas a la redonda; el pobre párroco le temía tal vez más que nadie. En consecuencia se excusó con Renzo, y rehusó por algunos días celebrar la ceremonia nupcial, pero cuidándose bien de manifestarle la causa de la demora y, mucho menos, quién la motivaba.
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