El infierno


Un día, habiéndome extraviado en una oscura y espesa selva, habitada por salvajes fieras, divisé a lo lejos la figura de un hombre, al cual llamé para que se apiadara de mí y tuviera a bien guiarme. Acercóse y me dijo que era la sombra de Virgilio, el antiguo poeta, y se me ofreció como guía para conducirme a las regiones donde los malos son atormentados eternamente, y luego a la montaña donde se purifican las almas de las faltas que cometieron; díjome también que si quería contemplar la bienaventuranza celestial, otro espíritu, al cual podía confiarme, me guiaría a las regiones celestes. Mientras yo, temeroso, no sabía qué decidir, añadió la sombra que Beatriz, hermosa y santa mujer, estrella y norte de mi vida, había descendido del alto cielo implorando el favor de servirme de guía. Ya no vacilé más, e inmediatamente nos pusimos en camino.

“Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate.”

(Perded toda esperanza, oh vosotros los que entráis aquí.) Estas fatídicas palabras estaban escritas encima de la gran puerta del Infierno, por la cual entramos. Dentro era el aire oscuro y tenebroso, y de continuo desgarrábanle angustiosos gritos y gemidos. Un ancho río se deslizaba ante nosotros y por él un anciano de ojos llameantes pasaba en su barca a las almas que no habían temido a Dios. Al navegar en el río, el temor me hizo perder el sentido.