El empíreo, región de luz purísima, es la esencia del paraíso
Júpiter, el sexto Cielo, era la morada de los que en la Tierra habían administrado rectamente justicia; y almas, moviéndose con rapidez, venían a formar juntas la figura de un águila, que parecía hecha con innumerables y menudos rubíes. Sus alas estaban desplegadas y la multitud de espíritus hablaban formando una sola voz, como si saliera de su pico. Y de esta manera ensalzaba el águila la Divina Justicia, y alababa también la justicia de algunos reyes famosos, como David, Trajano y Constantino. Llegando después al séptimo Cielo, que es el de Saturno, nos encontramos entre las almas de los que pasaron su vida en santa contemplación; san Benito vino a hablarme, lamentando la relajación de los monjes que llevan su nombre. Alzando después mis ojos, percibí celestiales esplendores y oí la melodía del amor angélico, en el canto Regina Coeli. Luego, a ruegos de Beatriz, san Pedro vino hacia mí desde el gloriosísimo grupo de santos donde estaba, y me hizo preguntas sobre la Fe, a las que respondí satisfactoriamente. Le siguió Santiago hablándome de la Esperanza, y, por último, vino san Juan, quien me preguntó todo lo concerniente a la Caridad. Inmediatamente se fue extendiendo por todas las esferas un canto de tal dulzura, como nunca lo soñaran los mortales, repitiendo Sanctus, Sanctus, Sanctus. Vi también a Adán, padre del humano linaje, y me explicó que había estado en el Limbo, dentro de las regiones infernales, por espacio de cuatro mil trescientos años. Después, nos remontamos al noveno Cielo, que es el origen y causa de todo lo existente, y donde no habita más que la Divina Esencia. Alzando mis ojos, descubrí un diminuto punto de luz, de tan incomparable intensidad que ningún ojo creado sería capaz de resistirlo. Nueve círculos concéntricos, extraordinariamente luminosos, lo rodeaban. Miré hacia mi amado guía, y me dijo que el punto central era la Esencia Divina, de la cual dependen el Cielo y la Naturaleza toda; y que los nueve círculos que había alrededor componían tres jerarquías de seres celestiales. Los tres círculos interiores formaban la primera jerarquía, y eran los Serafines, Querubines y Tronos; la segunda jerarquía comprendía los tres círculos siguientes, que eran las Dominaciones, Virtudes y Potestades, y finalmente los tres círculos exteriores, llamados Principados, Arcángeles y Ángeles, constituían la tercera.
Por último, fuimos llevados al propio Empíreo, que es la esencia del Paraíso; región de luz purísima, de goce y de amor. Allí se tornó tan resplandeciente la hermosura de mi guía, que no hay palabras para explicarla; y estaban también allí, ante mis ojos, las poderosas huestes celestiales, iluminadas con el resplandor inefable de la gloria. La santa multitud aparecía a mis miradas formando una candida rosa. Mediante la intercesión de san Bernardo con la Virgen Madre, me fue permitido elevar mis ojos al esplendor de la Divina Majestad. Pero lo que vi no puedo decirlo ni recordarlo, aunque la dulzura de tan purísima y resplandeciente visión todavía embarga mi alma.
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