El drama de Lope de Vega


En una apaible villa española de pastores y labriegos llamada Fuenteovejuna, allá por el año 1476, la vida se desenvolvía plácidamente, hasta que un buen día ocurre un cambio notable. La hija del alcalde, Laurencia, mientras pasea con sus amigas, comenta la llegada del nuevo comendador y hablan de sus audaces hazañas donjuanescas, lo que las lleva a afirmar que casi todos los hombres son peligrosos.

Están en eso cuando llegan varios labriegos amigos y luego el criado Flores, quien narra con pintoresco lenguaje la batalla reciente en que el maestro Girón y su amo el comendador, vencieron a los moros, duros como robles, y tomaron Ciudad Real, mandando cortar la cabeza a los rebeldes que habían tratado su honor injuriosamente y azotar con mordazas en la boca a los plebeyos.

Alonso y Esteban -alcaldes de la villa- agasajan al vencedor. Ricas ofrendas le tributan: cien pares de capones y gallinas, cebones en sal, doce cueros, vino de los lagares. El comendador despide al regimiento, saluda a los vecinos y retiene a Laurencia y Pascuala, a las que requiebra e invita a pasar a su palacio, pero ellas no aceptan la invitación.

Otro día, en las afueras del pueblo, Laurencia se aparta del arroyo donde lavaba con otras vecinas, para conversar a solas con Frondoso, aldeano que la pretende, cuando de pronto ven que se acerca el comendador y Laurencia esconde a Frondoso tras un seto. «No es malo venir siguiendo un corcillo temeroso, y topar tan bella gama», la lisonjea Fernán Gómez. Ella habla de retirarse, pero el comendador no la deja. Ella le replica que, a no verlo con la cruz de Calatrava, que ostenta sobre el pecho, lo hubiera tomado por demonio, tanto es lo que la persigue. Él deja en tierra la ballesta y cuando intenta sujetar a Laurencia, aparece Frondoso, quien se apodera del arma y apunta al comendador. Fernán Gómez lo insulta: «¡Perro, villano!» Frondoso le responde: «¡No hay perro, basta que apriete la nuez de la ballesta, que os he de apiolar!» Hace huir a Laurencia; el comendador, airado porque le han espantado la caza, jura tomar venganza del agravio, y Frondoso se va con la ballesta.

En otro lugar de Fuenteovejuna, en el Ayuntamiento, el alcalde Esteban dialoga con el regidor, sobre cosechas y contribuciones.

Se agrega a la tertulia el licenciado Leonelo, llegado de Salamanca, y casi enseguida aparece el comendador Fernán Gómez e invita a los presentes a charlar un rato y les autoriza a que se sienten en su presencia. «¿No ha visto correr el galgo?», le pregunta el alcalde. «Con él quisiera correr una liebre que se me acaba de escapar», le responde Guzmán: «¿Cuál? ¿Dónde está?», requiere solícito Esteban. «Allá, vuestra hija es», responde el comendador. «Vos señor, no andáis bien en hablar tan libremente, el pueblo desea vivir debajo de vuestro honor», contesta el alcalde. El regidor se pone de parte del alcalde, y, conteniendo su indignación, le reprocha: «No es justo que nos quitéis el honor», a lo que replica el comendador, burlándose de ellos: «¿Vosotros honor tenéis? ¡Qué frailes de Calatrava!». Antes de retirarse, dolorido y humillado por tales palabras, el alcalde dice: «Esas palabras deshonran, las obras no hay quien las crea.»

A los pocos momentos llega un soldado presuroso a comunicar que Manrique, maestro de Santiago, y el conde de Cubra, cercan a su aliado Rodrigo Girón. El comendador debe trocar sus ricas vestiduras por las armas de guerra. Ordena que se alisten las fuerzas. Y para demostrar su poderío y su soberbia, manda a sus sirvientes, que antes de partir, le rapten a la doncella Jacinta y la lleven sin demora a su casa.

En los alrededores de Fuenteovejuna, el labriego Mengo acompaña a Laurencia y Pascuala, que huyen atemorizadas; les alcanza Jacinta y les pide socorro, pues los criados Ortuño y Flores quieren raptarla para el amo. Laurencia y Pascuala se van. Llegan los perseguidores. Al desatar Mengo la honda para defenderla, aparece el comendador. Mengo implora justicia, y el cruel Guzmán le hace atar las manos y ordena que se le azote sin piedad, mientras se apodera de Jacinta.

Días más tarde, el maestro de Santiago, Manrique, en nombre de los reyes Isabel y Fernando ha vencido a Girón y le ha quitado Ciudad Real, Los derrotados se despiden. Fernán Gómez de Guzmán le hace ver al maestre de Calatrava que sus designios han quedado perdidos y le recomienda la huida o la solicitud de perdón, y el joven maestre, con triste filosofía, le responde: «¿Qué puedo hacer, si la fortuna ciega, a quien hoy levantó, mañana humilla?»

Aprovechando la ausencia del temido déspota, el comendador, en Fuenteovejuna se ha congregado todo el pueblo para festejar con músicas y canciones las bodas de Laurencia con Frondoso. Todos cantan un bello romance alusivo a sus pesares:

«Al val de Fuenteovejuna
La niña en cabellos baja;
El caballero la sigue
De la cruz de Calatrava,
Entre las ramas se esconde,
De vergonzosa y turbada;
Fingiendo que no le ha visto,
Pone delante las ramas.»
«¿Para qué te escondes
Niña gallarda?
Que mis lindos deseos
Paredes pasan.»

Interrumpe la fiesta la aparición del comendador, quien hace poner preso a Frondoso por lo de la ballesta. El alcalde lo defiende: «Vos pretendéis su propia mujer quitarle, pero los reyes de Castilla, que hacen nuevas órdenes, ya no permitirán en los pueblos hombres poderosos que por traer grandes cruces se abusan. Póngaselas el rey al pecho y nadie más». Airado, el ensoberbecido Guzmán le hace quitar la vara de alcalde y castigarlo con ella, y pone también presa a su hija Laurencia.

Más tarde, en la sala del Concejo, los alcaldes y el regidor se han concertado en secreto para hacer una Junta del pueblo que juzgue al comendador Fernán Gómez. Llegan labradores discuten, opinan. «¿No hay entre nosotros hombre a quien no afrente esto bárbaro,; ¿Quien no esta lastimado en honra y vida'.'» Unos aconsejan enviar dos regidores en cuanto los Reyes Católicos lleguen a Córdoba, a pedirles amparo. Pero, dice otro: «Con tanta guerra fiedlo no podrá hacernos bien», El regidor aconseja desamparar la villa, pero no hay tiempo para ello. Uno le pregunta: «¿Qué es lo que quieres que el pueblo intente?» A lo que responde: ;Morir o dar la muerte a los tiranas'. Ésa es la voz multitudinaria que estaba latente en todos, v nadie se animaba a pronunciar. Se oyen los gritos de Laurencia que ha conseguido huir, desmelenada y herirla, para salvar su honra. Los increpa y los cubre de blasfemia:;: :Como pastores cobardes dejáis la oveja al lobo' ¡Ovejas sois, bien lo dice el nombre de Fuenteovejuna, dadme a mí las armas, nacisteis liebres cobardes, no españoles, sois gallinas, poneos ruecas en las cintas! ¿Para qué ceñís estoques'.' ¿No sabéis que quiere ahorcar a Frondoso en una almena?
Todos se sublevan ante el insulto, alguien dice: «¿Qué orden pensáis tener?» Mengo grita: «¡ir a na le sin orden!», y por fin el alcalde Esteban ordena: '¡Tomad espadas, lanzones, chuzas, palos y ballestas! ¡Mueran tiranos traidores! ¡Vivan los. reyes nuestros serán.
En esos mismos momentos, el comendador ordena colgar a Frondoso, quien permanece con las manos atadas. Se oye el vocerío y el tumulto de las gentes que avanzan en insurrección: ¡Rompe, derriba, hunde, quema, abrasa! Fernán Gomez, hace desatar a Frondoso y le pide que calme al alcalde y al pueblo, pero éste va y se pliega a los suyos gritando: «¡Fuenteovejuna!». y le responden: «¡Y los tiranos mueran! > Derriban las puertas y entran. El comendador, pálido y azorado, ruega: «Pueblo, esperad». Cien voces le responden: «Agravios nunca esperan». A fuer de caballero, él quiere pagar esos errores y le contestan: «¡Fuenteovejuna y Fernán Gómez muera!»

Mientras los reyes se hallan en Toro y el maestro de Calatrava, Manrique, les informa sobre la reconquista de Ciudad Real, entra malherido Flores, el sirviente del comendador, y cuenta a los monarcas: «La mayor crueldad que se ha visto, los vecinos de la villa han dado muerte a su señor Fernán Gómez: luego de romper con furia impaciente el pecho cruzado con mil crueles heridas, lo llevan muerto a una casa y profanan su cadáver mesándole barba y cabellos e hiriéndole el rostro, y le saquean la casa como a enemigo. Su sangre a voces pide que pruebes tu rigor». El rey Fernando ordena salgan enseguida un juez y un capitán para que averigüen y castiguen a los culpables.

Cantan su victoria los labradores: ¡Muchos años vivan Isabel y Fernando y mueran los tiranos! El alcalde reflexiona que los reyes, estando en Córdoba, tan cerca, han de querer averiguar este caso. «Concertaos todos a una en lo que habéis de decir», y al preguntarle: «¿Cuál es tu consejo?», responde: «Morir diciendo Fuenteovejuna, y a nadie saque de aquí». Frondoso replica: «¡Es el camino derecho, Fuenteovejuna lo ha hecho!»

El juez llega y por turno interroga en el potro de los tormentos a cada uno de los lugareños. Al alcalde le pregunta: «Decid, buen viejo, la verdad: ¿quién mató a Fernando?», y contesta: «¡Fuenteovejuna lo hizo!» Después aprieta a un muchacho: «¡Perro, yo sé que lo sabes, di quién fue! ¿Callas? ¡Aprieta!» Éste responde: «¡Fuenteovejuna, señor!» El juez se enardece enfurecido: «¡Por vida del rey, con mis manos os ahorque! ¿Quién mató al comendador?». Y todos, uno tras otro responden: «¡Fuenteovejuna!»

La escena final del drama se desarrolla en Tordesillas donde están los reyes Isabel y Fernando. Allí llega el pesquisidor para informar y lo hace en estos términos:

«A Fuenteovejuna fui
De la suerte que has mandado
Y con especial cuidado
Y diligencia asistí.
Haciendo averiguación
Del cometido delito,
Una hoja no se ha escrito
Que sea en comprobación;
Porque conformes a una,
Con un valeroso pecho,
En pidiendo quién lo ha hecho,

Responden:
«Fuenteovejuna».
Trescientos he atormentado
Con no pequeño rigor,
Y te prometo, señor,
Que más que esto no he sacado.
Hasta niños de diez años
Al potro arrimé, y no ha sido
Posible haberlo inquirido
Ni por halagos ni engaños.
Y pues tan mal se acomoda
El poderlo averiguar,
O los has de perdonar,
O matar la villa toda.
Todos vienen ante ti
Para más certificarte:
De ellos podrás informarte.

Los reyes hacen entrar a los aldeanos para oírles; primero habla Esteban, quien dice:

La sobrada tiranía
Y el insufrible rigor
Del muerto Comendador,
Que mil insultos hacía,
Fue el autor de tanto daño.
Las haciendas nos robaba
Y las doncellas forzaba,
Siendo de piedad extraño.

Frondoso.
Tanto, que aquesta zagala,
Que el cielo me ha concedido,
En que tan dichoso he sido
Que nadie en dicha me iguala,
Cuando conmigo casó,
Aquella noche primera,
Mejor que si suya fuera,
A su casa la llevó;
Y a no saberse guardar
Ella, que en virtud florece,
Ya manifiesto parece
Lo que pudiera pasar.

Mengo.
¿No es ya tiempo que hable yo?
Si me dais licencia, entiendo
Que os admiraréis, sabiendo
Del modo que me trató.
Porque quise defender
Una moza de su gente,
Que con término insolente
Fuerza la querían hacer,
Aquel perverso Nerón
De manera me ha tratado,
Que el reverso me ha dejado
Como rueda de salmón.
Tocaron mis atabales
Tres hombres con tal porfía,
Que aun pienso que todavía
Me duran los cardenales.
Gasté en este mal prolijo,
Por que el cuero se me curta,
Polvos de arrayán y murta
Más que vale mi cortijo.

Esteban.
Señor, tuyos ser queremos.
Rey nuestro eres natural,
Y con título de tal
Ya tus armas puesto habernos.
Esperamos tu clemencia
Y que veas esperamos
Que en este caso te damos
Por abono la inocencia.

Rey.
Pues no puede averiguarse
El suceso por escrito,
Aunque fue grave el delito,
Por fuerza ha de perdonarse.
Y la villa es bien se quede
En mí, pues de mí se vale,
Hasta ver si acaso sale
Comendador que la herede.

Frondoso.
Su Majestad habla, en fin,
Como quien tanto ha acertado.
Y aquí, discreto senado,
Fuenteovejuna da fin.»