Cómo Fausto pudo contemplar la imagen de Margarita


La tenebrosa estancia, de cuyo centro pendía una hirviente caldera que emanaba de su vapor extraños fantasmas; la mona que espulgaba a sus pequeños, en un rincón; extraños arneses que colgaban de las paredes, y las bromas que Mefistófeles cambiaba con los trasgos y duendes que corrían por los techos, todo inspiraba a Fausto tedio y repugnancia. Al mirar a su alrededor, vio en un espejo que tenía delante, una fascinadora imagen: una joven de maravillosa belleza, que le pareció la obra más amable de la Creación.

Cuando se le acercó la hechicera a darle el filtro y Fausto lo hubo bebido, sintió correr por sus miembros el vigor y fuego de la juventud: quiso, en un ímpetu de júbilo, abalanzarse al espejo; pero la deliciosa aparición había desaparecido.

-Cálmate -le dijo Mefistófeles-; dentro de poco la verás en carne y hueso, al natural.

Así fue; momentos después, transformado Fausto en joven y esbelto doncel, dirigía palabras lisonjeras a una tímida jovencita de cabellos rubios, que pasaba a su lado y que en todo se parecía a la mágica visión del espejo. Era una doncella de catorce años, de condición modesta, llamada Margarita. Al principio ella esquivaba las protestas de afecto de aquel joven, que de tan noble cuna parecía; mas el apuesto caballero la obsequiaba con tan valiosos dones y acariciaba sus oídos con tan ardientes palabras, que al fin, ganó el ingenuo corazón de la niña. Pero ¡oh dolor!, desde aquel momento Margarita perdió la dulce serenidad de su alma, las puras alegrías de la inocencia, y, de infortunio en infortunio, cayó en la más espantosa desolación.