Una novela de pieles rojas
En el verano de 1757, las fuerzas coloniales americanas se encontraban en guerra con los franceses, entonces dueños del Canadá. Siempre expuestas a los ataques de las diferentes tribus de indios, que todavía eran numerosas y fuertes, las colonias americanas se hallaban esta vez más agitadas que nunca, porque la guerra entre franceses e ingleses implicaba también hostilidades con los indios, puesto que algunas de las tribus canadienses hacían incursiones guerreras en las colonias británicas. El peligro acechaba por doquiera, y ni aun las ciudades estaban seguras contra los ataques.
Cierto día bello y tranquilo del mes de julio, tres personajes extraños y pintorescos encontrábanse en un paraje de la selva americana, en escena tan pacífica, que al espectador nunca se le habría ocurrido pensar en lo cerca que estaban los tres de las aventuras más emocionantes- En el alto talud de un río de rápida y caudalosa corriente, los tres reposaban despreocupados. El sordo tronar de una cascada indicaba que el río descendía de terreno más elevado, a poca distancia de allí, en caída tremenda que impulsaba las aguas bulliciosas y espumantes entre las empinadas orillas.
La tez oscura y rojiza a la par de dos de los personajes, sus caras y cuerpos pintados, sus pintorescos vestidos de pieles y plumas, revelaban que eran indígenas de aquellas tierras incultas del Oeste. Uno era más viejo que el otro, y la semejanza entre ambos hacía suponer, con razón, que eran padre e hijo. El indio anciano era Chingachguk, conocido con el nombre de Gran Serpiente, cacique o caudillo de los mohicanos, resto de una tribu de los indios delawares. Su porte revelaba toda la dignidad del caudillo indio, aunque su cuerpo ya no tuviera la belleza y la energía ilimitada de su hijo Uncas, conocido por el nombre de Ciervo Saltador.
El tercer personaje llevaba una camisa verde de caza y mocasines indios, y tenía sobre las rodillas una carabina de extraordinaria longitud, con cuyo gatillo jugaban sus dedos, de vez en cuando- Casi tan atezado como sus compañeros, por el influí o prolongado del sol, habría sido difícil reconocerle como hombre blanco; pero lo era, y llamábase Nataniel Bumppo. Los indios, sin embargo, lo conocían solamente por el nombre de Ojo de Gavilán, y su fama de explorador intrépido era reconocida por los franceses, que generalmente le daban el nombre de Rifle Largo.
Los tres hablaban tranquilamente, y, aunque no demostrasen inquietud, evidentemente vigilaban, pues sabían que el general Montcalm, jefe de los franceses, trataba precisamente entonces de abrirse camino a través de la extensa floresta, a la cual, desde su posición en el talud, dominaban perfectamente, y que se disponía a sitiar el fuerte inglés de William Henry, al borde del lago Jorge, que solamente se encontraba a una distancia de pocas leguas de allí.
De pronto, el indio viejo aplicó el oído al suelo, y escuchando atentamente, exclamó: “¡Se acercan caballos de hombres blancos!” Pusiéronse rápidamente a cubierto y no tuvieron que esperar mucho hasta que la cabalgata llegó a la vista. Constaba de un oficial inglés, que vestía uniforme de comandante del ejército colonial, y a su lado cabalgaban dos hermosas jóvenes, una rubia, de ojos azules, y la otra, una graciosa morena. Los acompañaba un guía indio y un individuo extraño de apariencia flaca y desmazalada. Ojo de Gavilán se presentó a ellos pidiéndoles el santo y seña, a lo que con visible alegría contestó el oficial:
“Soy el comandante Duncan Heyward, y estas señoritas, las hijas del coronel Munro, que manda el fuerte William Henry, hacia donde nos dirigimos. Desgraciadamente, nuestro guía ha perdido el camino, y les quedaremos a ustedes muy agradecidos si pueden ayudarnos a encontrarlo de nuevo”.
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