Don Quijote y las nubes de polvo
Según iban andando vieron levantarse ante ellos una espesa y grande nube de polvo.
“-Éste es el día ¡oh Sancho! en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; éste es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la Fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando.
“-A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-; porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote y se alegró sobremanera, pues pensó, sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. Tan llena de imaginarias aventuras tenía la fantasía, que no echó de ver que la polvareda la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros que por aquel mismo camino de dos diferentes partes venían. La polvareda era tan espesa, que ocultaba enteramente a quienes la levantaban, y Sancho creyó en un principio que, efectivamente, era cierto lo que su amo le había dicho.
“-Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
“-¿Qué? -dijo don Quijote-. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que éste que viene por nuestra frente le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo el rey de los garamantas, Pentapolín del Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.”
Recordando lo que había leído en los extravagantes libros de caballerías, don Quijote siguió describiendo a su escudero las causas de la pelea. Entretanto pusiéronse sobre una loma, desde la cual vio Sancho con gran satisfacción los carneros que eran conducidos por algunos pastores.
“-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice, que parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo: quizá todo debe ser encantamento, como los fantasmas de anoche.
“-¿Cómo dices eso? -respondió don Quijote-. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
“-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino muchos balidos de ovejas y carneros. Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
“-El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son: y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo; que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.”
Y, diciendo esto, enristró la lanza, aplicó las espuelas a Rocinante, y sin hacer caso de las voces de Sancho Panza, arremetió contra los carneros, como un rayo.
“-¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos; veréis cuan fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de Trapobana!”
Viendo el destrozo que causaba el caballero, los pastores y ganaderos que con la manada venían le gritaron que no hiciese aquello, y al notar que sus gritos no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como el puño, hasta que una de éstas fue a dar con tanta violencia sobre su rostro, que le hizo saltar varios dientes y dio con su cuerpo contra el suelo, haciéndole perder el sentido.
Como yacía inmóvil, temiendo los pastores que estuviese muerto, recogieron sus rebaños, y llevándose las reses muertas que pasaban de siete, se marcharon con mucha prisa.
Cuando Sancho se llegó a prestar socorro a su amo, don Quijote, mal herido como estaba, dijo a voces que esta nueva desgracia era otra vez obra de un encantador, y rogó a Sancho que siguiera a los carneros, advirtiéndole que si tal hacía, pronto los vería volver en su ser primero. Pero Sancho no se dejó persuadir esta vez, y don Quijote tuvo que rendirse a su parecer de que debían buscar el camino de una venta donde recogerse.
Poco después de esto, don Quijote llevó a cabo una valerosa hazaña que causó universal admiración. Habiendo topado con un carro en el que se enviaban al rey dos fieros leones, pidió al leonero que abriera las jaulas y soltara a los animales.
Cuando todos, excepto el leonero, hubieron huido, poniéndose fuera de peligro, y las muías que tiraban del carro estuvieron retiradas en sitio seguro con Rocinante, el valeroso manchego obligó al leonero a abrir una de las jaulas. Embrazando su escudo y desenvainando la espada, plantóse en figura defensiva delante de la jaula. En abriendo la puerta de ésta, mostróse a la vista un gran león, animal de tamaño enorme y de temible aspecto. Lo primero que hizo el león fue volver las espaldas y enseñar sus partes traseras a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula; viendo lo cual don Quijote mandó al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera. El leonero aconsejó a don Quijote que se contentara con lo hecho, pues ya había mostrado su valor en forma más que suficiente. Persuadido, al fin, de que no podía hacer más, don Quijote cedió al ruego del leonero, insistiendo, sin embargo, en que éste diera testimonio de lo que le había visto hacer.
“-¿Qué te parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible.”
Pagina anterior: Las aventuras de los molinos de viento, de los carneros y de los leones
Pagina siguiente: De cómo Sancho Panza llegó a gobernador