Don Quijote desafía a los mercaderes
Las aventuras que ocurrieron a don Quijote poco después de haber salido de la venta eran más que suficientes para calmar el ardor de cualquier otro caballero andante. Cuando hubo llegado a un camino que en cuatro se dividía, descubrió un gran tropel de mercaderes que se dirigían a Murcia. Viendo aquí la probabilidad de una nueva aventura, y resuelto a imitar en todo lo posible las proezas caballerescas que había leído en sus libros, se plantó en medio del camino y llamó a los desconocidos que se aproximaban, requiriéndoles para que se detuvieran y declararan que no había en el mundo otra doncella más hermosa y pura que “la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso”.
Después de una conferencia, y descontento de las contestaciones dadas a sus requerimientos, el caballero enristró su lanza y arremetió furiosamente contra uno de los mercaderes, el cual hubiera pagado cara la broma, si en tal momento Rocinante no hubiera tropezado y caído.
Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. A esto, un mozo de muías, indignado de lo que había presenciado y de los insultos dirigidos al mercader su amo, cogió la lanza del caballero, hízola pedazos y diole una tanda de palos hasta cansarse. Por último, los mercaderes prosiguieron su camino, dejando a don Quijote tendido en el suelo, molido y sin fuerzas. En tal situación fue encontrado por un campesino de su mismo lugar y vecino suyo, quien, con no poca dificultad subió a don Quijote a su jumento, y, cargando la armadura del caballero sobre Rocinante, lo condujo a casa. Mientras don Quijote sanaba de su molimiento, sus amigos hicieron una hoguera de todos los librotes de su biblioteca, creyendo que quitada la causa de su locura, recobraría aquél el juicio. Mas, al cabo de quince días, se preparó de nuevo don Quijote, para efectuar la que sería segunda salida.
Esta vez decidió llevar consigo un escudero. Al efecto, indujo a un labrador, hombre de bien, llamado Sancho Panza, a ir con él. Prometióle que en la primera ocasión lo haría gobernador de alguna ínsula, y este porvenir deslumbro tanto al simple labrador, que aparejó sin tardanza su rucio, y uniéndose al caballero, que iba montado sobre Rocinante, se dieron ambos tal prisa en salir, que una mañana, al despuntar el día, habían ido a parar tan lejos de su aldea, que se creyeron fuera del alcance de toda posible persecución.
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