Pablos llega a la corte en compañía del hidalgo
A las diez de la mañana siguiente entraron los dos extraños amigos en la corte y se fueron a apear de conformidad en casa de los amigos de don Toribio, que éste era el nombre del hidalgo. En ella trabó Pablos conocimiento con aquéllos. Eran unos y otros de rara catadura y zurcidos y remendados ropajes; pero como siempre se halla facilidad y aparente dulzura en las cosas malas, no tardó Pablillos en hallarse bien con ellos, como si todos fueran sus hermanos.
Llegó la noche y acostáronse todos tan juntos que parecían herramienta en un estuche. Amaneció el día, y "era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oración a cada uno, como sacerdote que se viste; a cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas, y la venía a hallar adonde menos convenía asomada. Acabado esto, todos empuñaban aguja e hilo, para hacer un punteado en un rasgado y otro; cuál, para coserse debajo del brazo, estirándole, hacía una ele. Uno, hincado de rodillas, remedaba un cinco de guarismo: otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas, se hacía un ovillo."
Dieron a Pablos una caja con hilo negro y blanco, seda, cordel, agujas, dedal, paño, lienzo, raso, y otros retacillos; señaláronle sitio para buscar su vida, y así empezó su jornada, saliendo de casa con los otros; a todos hacían cortesías; a los hombres quitaban el sombrero, deseando hacer lo mismo con sus capas; a las mujeres hacían reverencias, pues se huelgan con ellas. Andaban sus amigos haciendo culebra de una acera a otra, por no topar en casas de acreedores.
Sucedió que don Toribio, que iba al lado de Pablos, vio desde lejos un hombre con quien tenía deudas, y porque no le conociese, soltó de atrás de las orejas el cabello que traía recogido, plantóse un parche en un ojo y se puso a hablar en italiano. Pablos se moría de risa al ver la figura de su amigo. Pasó el acreedor, y don Toribio entró en un soportal a recoger la melena y el parche, advirtiendo a Pablos que aquellas eran artimañas para negar deudas.
Iba Pablos en su raído traje de estudiante por las calles de Madrid vendiendo sus caseras mercancías a las criadas y porteras, con las que entraba en animada charla, descubriendo en ella valiosos informes acerca de las familias que vivían en el vecindario y cercanías. A unas y otras decía que él era un pobre estudiante y que se veía obligado a vender aquellas menudencias para alcanzar medios con que terminar sus estudios.
Todo fue bien hasta que, cierto día, Pablos entró en una iglesia con aire devoto y con apariencia de querer rezar, pero lo que realmente intentaba era aprovechar los descuidos de los que en ella estaban, en beneficio de su bolsillo.
Así, cuando vio caérsele a una dama vieja un valioso rosario de oro, recogiólo él al instante y salió disparado del templo. Pocos días después lo vendió en los alrededores de la ciudad.
Después de este experimento feliz se dedicó a husmear iglesias, robando lo que con sus manos topaba, corno los ornamentos de los altares, y era diestro en deslizar los dedos en los bolsillos de los fieles, cuando la concurrencia era grande por haber boda o funeral. Pero, cierto día, al querer vender un aderezo que había robado a una dama, tuvo la mala estrella de ser reconocido por la misma, y entregado a los alguaciles con todos sus camaradas en robos y contiendas. A todos, al entrar en la cárcel, les echaron dos pares de grillos y los sumieron en un calabozo. Pablos, que se vio allá, aprovechóse del dinero que traía consigo, y sacando un doblón se lo dio al carcelero, el cual le quitó los grillos y le llevó a su casa, sacándole del calabozo.
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