Jornada Primera
La escena se desarrolla en Zalamea y sus inmediaciones, España. Una compañía de soldados descansa, tendida en un campo, a la entrada de Zalamea, esperando el regreso de su capitán, don Alvaro de Ataide, quien, con su sargento, se ha adelantado, con el fin de preparar el alojamiento de sus hombres.
Pertenecen estas tropas a un tercio que, al mando del alto comisario don Lope de Figueroa, van abriendo camino al rey don Felipe II, en su viaje a Portugal.
A los pocos momentos, aparecen el capitán y el sargento, de regreso de la villa, con las boletas de alojamiento.
Cúpole en suerte al capitán la casa del labrador más rico del pueblo, Pedro Crespo, hombre de gran entereza y celador de su honra, el cual tenía una hija de rara hermosura, llamada Isabel.
Al dirigirse a su alojamiento, vieron capitán y sargento, a la vuelta de una esquina, a un hombre que s? apeaba de flaco rocinante y trababa conversación con su criado. Llamábase el jinete don Mendo, y Ñuño el siervo. Contaba éste a su señor cómo habían llegado los soldados a la villa. y ambos, en sabrosa y entretenida plática, se encaminaban a casa de Crespo, de cuya linda hija Isabel era Mendo rendido amante.
Conversaba Isabel en la ventana con su prima Inés sobre la llegada de los soldados, cuando don Mendo se acercó a ellas. No estaba Isabel muy satisfecha de las prendas de su pretendiente, y así, le rechazó con enojo cerrando nerviosa la ventana.
En el mismo momento entraba en casa Crespo acompañado de su hijo Juan; y ambos, al ver una vez más a aquellos dos figurones, caballero y criado, los saludaron con palabras nada corteses.
Poco después llega a casa de Crespo el sargento del capitán don Alvaro, y, sin pedir permiso de ningún género, deja en ella la ropa de su amo y los avisa de su llegada. Indignado, Juan pregunta a su padre por qué no compra una ejecutoria de noble para no verse en la obligación de dar hospedaje a soldados.
Crespo. -Pues ¿qué gano yo en comprarle Una ejecutoria al rey, Si no le compro la sangre? ,.Dirán entonces que soy Mejor que ahora? Es dislate. Pues ¿qué dirán? Que soy noble Por cinco o seis mil reales. Y eso es dinero, y no es honra: Que honra no la compra nadie.
Después ordena a su hija Isabel que, para no oír las necedades de los soldados, se retire con su prima Inés a los desvanes de la casa, hasta que de ella salgan los alojados, y manda a su hijo reciba a los huéspedes, mientras él busca en el pueblo algo con qué poderlos regalar.
Llega en esto el capitán acompañado del sargento, y mientras aquél platica con Juan, que está prendado de su uniforme y arreos militares, va el sargento en descubrimiento de la beldad. Una criada le cuenta cómo el padre de Isabel la tiene oculta en lo alto de la casa.
Rebolledo, uno de los soldados, a quien don Alvaro tiene especial estima por su despejo y brío, acude a su capitán en demanda de dinero, y éste se lo promete a condición de que finja con él sonada riña en que el capitán le ha de perseguir escaleras arriba y espada en mano para castigar su pretenso agravio y tener así pretexto para acercarse a Isabel. Acepta Rebolledo; llegado el capitán a presencia de Isabel, ésta le pregunta la causa de su cólera e intercede por el soldado: cuando entrambos discurren, azorada ella, y amoroso él, acuden Crespo y Juan, desnudas las espadas. Éste sospecha que lodo ha sido una trama e insulta al capitán, mas la credulidad del padre refrena la ira de su hijo y la indignación de don Alvaro.
Suenan tambores en las calles: es la llegada del alto comisario, don Lope de Figueroa, con su tercio. Puesto al corriente del escándalo, interroga a don Alvaro: culpa éste a Rebolledo, mas, al ver el soldado que el castigo se le venía encima, descubre cómo todo ello fue ardid del capitán, para llegar a la bella Isabel. Los soldados son encerrados en el cuerpo de guardia y don Alvaro se ve obligado a buscar otro alojamiento, quedándose don Lope en su lugar en casa de Crespo.
El rico labrador agradece al comisario que su mediación le haya excusado la ocasión de perderse.
Lope. -...¿Cómo habíais, Decid, de perderos vos?
Crespo. -Dando muerte a quien pensara Ni aun el agravio menor...
Lope. -¿Sabéis, vive Dios, que es capitán?
Crespo. -Sí, vive Dios; Y aunque fuera el general, En tocando a mi opinión, Le matara.
Lope. -A quien tocara Ni aun al soldado menor. Sólo un pelo de la ropa, Viven los ciclos, que yo Le ahorcara.
Crespo. -A quien se atreviera A un átomo de mi honor, Viven los cielos, también, Que también le ahorcara yo.
Lope. ¿Sabéis que estáis obligado A sufrir por ser quien sois Estas cargas?
Crespo. -Con mi hacienda; Pero con mi fama, no. AI rey, la hacienda y la vida Se ha de dar; pero el honor Es patrimonio del alma. Y el alma sólo es de Dios.
y mitigando su discusión, retíranse ambos a descansar.
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