La tragedia ronda la casa del amo del lobo gris
En esa época, los periódicos dedicaban columnas enteras a un reo convicto y confeso que se había evadido audazmente de la cárcel de San Quintín. Era un hombre feroz, de naturaleza cruel y despiadada. Vanamente buscaron los sabuesos el rastro perdido. Granjeros inofensivos que vivían en valles remotos fueron detenidos por partidas armadas que los obligaban a identificarse mientras que, en no menos de una docena de montes, campesinos codiciosos que aspiraban a lograr la sangrienta recompensa que las autoridades habían ofrecido por el fugitivo, avisaban haber descubierto el rastro de Jim Hall, el asesino fugado.
Mientras tanto, en Sierra Vista se leían los periódicos no ya con interés, sino con verdadera ansiedad. Hall había sido visto por la región. Las mujeres tenían miedo. El juez Scott dijo que eran tonterías, y se rió, pero no tenía razón, pues fue en sus últimos días de juez en los tribunales que Jim Hall, de pie ante él, recibió la sentencia. Y terminado el juicio público, ante todos los presentes, el delincuente había proclamado a voz en cuello que llegaría el día en que se vengaría del juez que lo condenaba. De todo esto Colmillo Blanco no sabía nada. Sin embargo, entre él y Alicia, la esposa del amo, existía un secreto. Cada noche después que Sierra Vista se sumía en el sueño, levantábase ella y hacía entrar a Colmillo Blanco para que durmiera en el gran vestíbulo. Ahora bien, el animal no era un perro para estar en la casa ni tampoco se le permitía dormir allí, de modo que todas las mañanas, temprano, deslizábase Alicia escaleras abajo y lo dejaba salir antes de que se despertara la familia.
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