Colmillo Blanco reconoce a sus descendientes, venturoso final


Y afuera fue, como un rey, con toda Sierra Vista rodeándolo, para atenderlo. Estaba muy débil, y cuando llegó al césped tuvo que echarse y descansar un rato.

Al cabo, la procesión se puso en marcha y los músculos de Colmillo Blanco comenzaron a experimentar ciertos chispazos de fuerza y la sangre comenzó a correr libremente por ellos. Llegaron a los establos, y allí, a la entrada, estaba echada Collie con una media docena de cachorritos que jugaban en torno de ella, bañados por el tibio sol matinal de California.

Colmillo Blanco contempló la escena con ojos maravillados. Collie le gruñó en tono de advertencia, y cuidóse él de mantenerse a prudente distancia. El amo empujó con el pie a un cachorro tambaleante, llevándolo en su dirección. Erizáronsele los pelos del lomo mientras lo miraba con recelo, pero el amo lo tranquilizó. Collie, sujeta entre los brazos de una de las mujeres, lo observaba fijamente y le previno con un gruñido que se cuidara bien de sobrepasarse con sus pequeñuelos, pues de ninguna manera estaba dispuesta a consentírselo.

El cachorrito despatarróse frente a él. Colmillo Blanco levantó entonces las orejas y lo contempló con curiosidad. En ese momento sus hocicos se tocaron y sintió en la mejilla la tibia lengua del cachorro. A su vez, sin saber por qué, estiró también la suya y le lamió la cara.

Luego, vencido por la debilidad, echóse con las orejas levantadas y la cabeza a un costado, vigilando al cachorrito, cuyos hermanos, a duras penas, también se le acercaron, para gran disgusto de Collie, en tanto él, muy grave, muy circunspecto, permitía que se le subieran encima, a los tumbos, con la mayor familiaridad.

Ni las regocijadas manifestaciones de los amos lograron sacarlo de su inveterada actitud de reconcentrada reserva, tal como si la situación le resultara un tanto embarazosa; pero pronto se fue serenando a medida que los confianzudos cachorritos insistían en sus juegos tan torpes como graciosos, hasta que al fin optó por tenderse a sus anchas, entornando pacientemente los ojos para dormitar bajo las caricias del sol.