Colmillo Blanco, el perro lobo gris, comienza su aprendizaje
A los pocos días de su ingreso en el campamento indio fue separado de su madre, y su amo, Castor Gris, comenzó su educación, es decir que empezó para él la verdadera esclavitud. Sufrió numerosos castigos destinados a enseñarle las leyes de los hombres, de las cuales la más importante es: Respeto y sumisión. Fue motivo de persecuciones de parte de Lip-Lip, un cachorro mayor que él, verdadero matón del campamento, y su comitiva, por lo que se tornó solitario, astuto, rápido y feroz, y aprendió a pelear contra uno o varios perros a la vez, sin dejarse sorprender jamás. Supo el valor de la sorpresa y la velocidad y conoció las partes vitales vulnerables de sus enemigos. En suma, el cachorro solitario con el correr del tiempo se transformó en un luchador fuerte y feroz, cruel y sanguinario, al par que lleno de astucia.
Algo más tarde hizo su aprendizaje como tiro del trineo de Mitsah, hijo de Castor Gris, y aprendió a defender a sus amos y sus pertenencias de los ataques de otros hombres. A medida que se iba desarrollando, impuso Colmillo Blanco respeto a los cachorros de su edad, y terminó imponiéndolo también a los perros adultos. Para ello debió sostener frecuentes y sangrientas luchas, en las que sacó siempre la mejor parte, hasta que, finalmente, logró matar a Lip-Lip, su eterno enemigo, y se convirtió en guía del trineo de Mitsah.
Cuando Colmillo Blanco tenía ya cerca de cinco años de edad. Castor Gris lo llevó en un largo viaje, y por mucho tiempo se recordaron los estragos que hizo entre los perros de las numerosas aldeas asentadas a lo largo del Mackenzie, a través de las Rocosas y aguas abajo del Puerco Espín hasta el Yukón. Gozaba con la venganza que se tomaba contra su raza. Se trataba de perros ordinarios que no tenían recelo alguno, que no sabían de su rapidez y de su ataque sin aviso previo, como tampoco de su forma de ir directamente a la fuente de la vida Ignoraban lo que era un relámpago mortal. Erizábanseles los pelos del lomo al verlo, ponían tiesas las orejas, tensas las patas y lo desafiaban, mientras él, sin perder tiempo en preliminares, disparábase como un resorte de acero y, prendiéndoseles del cuello, los mataba antes de que supieran lo que sucedía y mientras aún estaban en las angustias de la sorpresa. Se convirtió en un maestro de la lucha. Economizaba sus energías. Nunca malgastaba ni perdía el tiempo en vanos simulacros. Atacaba rápida y decididamente, y si erraba el golpe, se apartaba con igual rapidez.
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