EL GLOBO SOBRE EL CUAL VIVIMOS

 
La vida de los variadísimos seres que pueblan nuestro mundo está adaptada al fin y a las necesidades de cada uno. La comunicación con el mundo exterior se logra por medio de los sentidos, estupendos y curiosos muchos de ellos, con los cuales todos los seres están dotados.

Hasta hace poco se creía que los peces que viven en el fondo de los mares lo hacían en la más completa oscuridad, pero no es así, pues estos habitantes de los abismos oceánicos se orientan mediante un órgano luminoso generador de "luz fría" que proyectada frente a sus ojos, les permite guiarse de ese modo en medio de la noche permanente que reina en las profundidades de los mares.

Otros seres, como los murciélagos, pueden durante la noche, con poca luz, detectar los obstáculos como si poseyeran un radar. Nosotros en cambio, los hombres, disponemos de los sentidos necesarios, no sólo para nuestra vida de relación animal sino para dar paso al conocimiento. Los sentidos son, pues, la puerta para que pueda conocer nuestra inteligencia. Algunos de estos sentidos son, relativamente, menos importantes que los otros; por ejemplo, el gusto y el olfato. Aun el sentido de tocar, o tacto, no es de gran importancia, a pesar de que él es el vehículo de las sensaciones de calor y frío. Viene después el maravilloso sentido del oído, mediante el cual nos llegan muy diversos conocimientos y muchas cosas bellas, como el canto de los pájaros, el rumor del mar, las voces de nuestros amigos y esa excelsitud que llamamos música. Mucho mejor, empero, que todo esto, como puerta de conocimiento, es el sentido de la vista. Mediante ésta descubrimos un sinnúmero de maravillas. Ella nos muestra el suelo debajo de nuestros pies y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas; el Sol, la Luna y los demás astros, las estrellas fugaces, el relámpago, la puesta del Sol, etc. Ella nos permite ver nuestros propios cuerpos y los de las demás personas, así como los innumerables seres vivientes de toda clase que habitan nuestro globo. Ella nos dice -y en esto nos ayuda también la percepción del calor y del frío- que el tiempo está dividido en horas de luz y en horas de oscuridad. El hecho común del día y de la noche, cuando pensamos detenidamente en él, se nos aparece verdaderamente extraordinario. Las cosas más corrientes son las más deslumbrantes, si las consideramos no solamente con los ojos de nuestros rostros, sino también con los ojos de nuestra mente. Este portentoso sentido de la vista nos hace observar también cambios que no ocurren tan rápidamente como el del día y de la noche; pero que, no obstante, nunca dejan de acontecer en debido orden; que se van tan seguramente como han venido, y vuelven tan seguramente como se van.