La infancia de un planeta y los cambios que en él se originan
En su origen, la Tierra consistió en una gigantesca esfera incandescente, que estaba animada de un movimiento de rotación más veloz que el que ahora posee. Ese movimiento motivó un ensanchamiento en el ecuador, y un aplanamiento en los polos. En esa masa ígnea, los materiales se fueron separando en capas, de modo que los más densos pasaron a formar el centro o núcleo del planeta. El enorme calor que encerraba la gigantesca masa terrestre, sólo podía pasar al exterior por la superficie. Cuando un cuerpo es muy grande, la superficie resulta relativamente pequeña con respecto a su volumen. Por eso el enfriamiento de una masa como la de la Tierra debió de verificarse con bastante lentitud. Las leyes de la Física permiten calcular cuánto tiempo debió transcurrir hasta alcanzar una temperatura de la corteza suficientemente baja como para que ésta no sólo alcanzara el estado sólido, sino que permitiera la condensación del agua. Así se logra saber que, al cabo de 500.000 años, la temperatura de la superficie terrestre descendió por debajo del punto de ebullición del agua, que así pudo formar los primeros mares, sumamente calientes por cierto. Antes de que el agua se precipitara en forma líquida sobre la superficie terrestre, permaneció en estado de vapor, como componente de la densa atmósfera de aquellos remotísimos tiempos.
Hemos visto en capítulos anteriores la gran importancia que desempeña desde aquellos tiempos el ciclo del agua. El agua que cae de las nubes y que corre hacia el mar, desgasta lenta pero inexorablemente, gigantescas montañas, hasta borrarlas por completo de la superficie.
En comparación con los períodos geológicos, la superficie terrestre se enfrió bastante pronto y, en algunos lugares, alcanzó la temperatura a la cual el agua pasa al estado sólido, es decir, se transforma en hielo. Al respecto cabe decir que, si bien el centro de la Tierra permanece rígido, bajo enorme presión y altas temperaturas, la superficie irradia tanto calor hacia el exterior, que el que llega del núcleo sólo alcanza para mantener una temperatura bajísima. Ocurre en este caso algo parecido a una estufa que está en el centro de una habitación, cuyas paredes permanecen tan frías como el aire externo. El calor que desde muy remotos tiempos hasta ahora mantiene un clima más o menos templado sobre la corteza terrestre no proviene de su interior sino del Sol. Por eso las regiones polares, que son las que menos calor solar reciben, llegan a tener temperaturas bajísimas.
Es también muy importante el hecho de que los rayos solares atraviesan la atmósfera sin calentarla en forma directa. Esos rayos solares calientan el suelo, y éste a su vez las capas atmosféricas más bajas, de donde resulta que las capas atmosféricas son tanto más frías cuanto más altas se encuentran. Esto nos explica por qué la nieve y el hielo se encuentran preferentemente, como bien se sabe, en las altas cumbres.
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