VALOR Y ABNEGACIÓN DE UN MÉDICO
Además de los deberes que el hombre se ha impuesto por medio de las leyes, hay muchos otros que surgen de lo más íntimo de nuestra conciencia y de nuestros sentimientos. Ayudar al semejante en desgracia es uno de los mayores imperativos de solidaridad humana, que escapa a toda acción legislativa.
Si la casa del vecino está ardiendo, no podemos asistir impasibles a su destrucción sino que correremos en su ayuda. Si una inundación pone en peligro una ciudad o una zona, nuestra ayuda será inmediata y espontánea. Si miles de personas quedan sin hogar a causa de un cataclismo cualquiera; si centenares de familias sufren las consecuencias de una epidemia, no hemos de esperar orden alguna para socorrerlas en la medida de nuestras posibilidades, porque los hombres forman un todo, dependiendo recíprocamente los unos de los otros en cuanto afecta al conjunto total de la humanidad. En la rapidez y espontaneidad de la ayuda estriba la belleza de esta virtud, que se manifiesta en múltiples hechos, uno de los cuales es el que pasamos a narrar.
En 1870 residía en la localidad de Morón, pueblo vecino a la ciudad de Buenos Aires, gozando de bien merecido descanso, un anciano de setenta y seis años llamado Francisco Javier Muñiz. Rodeado por la admiración y el respeto de sus vecinos y amigos, el anciano dedicaba sus horas a estudios de zoología, geología y paleontología, campos en los que realizo interesantes descubrimientos y hallazgos de gran valor científico, que luego divulgó por medio de su pluma en amenos trabajos.
El doctor Muñiz participó, siendo un niño todavía, en la defensa de la ciudad de Buenos Aires, cuando las invasiones inglesas, y fue herido en esas heroicas jornadas. En 1820 se doctoró en medicina, y le tocó actuar como médico en las sangrientas batallas de las guerras que su patria sostuvo con el Imperio del Brasil, en 1826, y con Paraguay, en 1865, y participó, en el lapso que las separa, en las luchas civiles, sin dejar por eso de aportar sus luces y su entusiasmo al movimiento científico de su época, desde la cátedra y el libro.
Cuando en 1871 estalló la epidemia de fiebre amarilla, que diezmó a la población de Buenos Aires, sin que nada ni nadie lo obligaran a dejar su seguro retiro, el anciano médico se trasladó a la ciudad asolada por el virus para prestar ayuda a los enfermos, y fue una de las primeras víctimas del terrible mal.
Francisco Javier Muñiz, que a los setenta y seis años murió como un mártir al pie de la bandera de la caridad, en medio de la epidemia, cumpliendo su deber como médico y como hombre con tanta valentía y abnegación, legó a la humanidad un ejemplo digno de ser imitado.
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