UNA MUCHACHA ANTE EL ZAR
Lopouloff, oficial ruso, acusado de un delito, fue desterrado por el zar a pasar el resto de sus días en un lugar espantoso de Siberia. Lopouloff consiguió que le permitieran acompañarle su esposa y su hijita Isabel. Para vestirse y alimentarse él y la familia le pasaban una miserable suma por día.
La vida en el destierro de Siberia era ruda y cruel, y como transcurrían años y cada vez fueran más débiles las esperanzas de perdón, los padres se acongojaban al ver como la niña iba creciendo descuidada en medio de aquel rudo ambiente. Viendo tan desgraciado a su padre, no se sentía Isabel menos infeliz, hasta que un día, próxima ya a los quince abriles, se le ocurrió partir para San Petersburgo e impetrar del zar el perdón de aquél a quien debía el ser.
Pero, ¿cómo hacerlo? Centenares y centenares de kilómetros tendría que recorrer por desoladas tierras y, ¿cómo iban a consentir tal cosa sus padres? Ansiosa y palpitante el corazón, expuso un día a su padre lo que bullía en su mente, pero sonrióse el pobre oficial ante la idea de que su niña hubiera de convertirse en don-cellita errante.
Tres años más transcurrieron e Isabel se convirtió en una joven tan animosa como bella. Nunca había renunciado a su acariciado plan, resuelta a llevarlo adelante aun contra la voluntad de su padre. Muchas veces la habían escuchado los autores de sus días, pero siempre le suplicaron renunciara a tan peligrosa aventura. Isabel, sin embargo, se trasladó a otro lugar del destierro para escribir una instancia en demanda de un pasaporte y al cabo de seis meses llegaba éste a sus manos.
Ya tenia expedito el camino, pero su padre trató de disuadirla de su idea. ¿Cómo una pobre muchacha sin dinero, desconocida, iba a poder presentarse al zar, aun desafiando todos los peligros de la jornada? Isabel, no obstante, puso su confianza en Dios, pidió la bendición a sus padres, los besó y sólo con un rublo en el bolsillo, empezó a hacer larguísimas caminatas por entre los bosques. Sus padres la acompañaron hasta una ciudad cercana donde tenían amigos que le procuraron lecho la primera noche, pero al siguiente día comenzó su solitario viaje. Por espacio de centenares de kilómetros, por malos caminos y vadeando ríos, adelantó Isabel, extraviándose muchas veces, calada otras por la lluvia, famélica con frecuencia, y aun desmayada de inanición. En alguna rara ocasión era recibida con bondad y hospedada en alguna cabaña o se la dejaba subir a un carro, pero con más frecuencia era despedida duramente o bien la apedreaban los chicos de las aldeas.
En una cabaña donde se albergó una noche fue acogida con tal hostilidad y tantas sospechas, que Isabel se asustó, especialmente cuando, aprovechándose de hallarse dormida, registraron sus vestidos; resultó, sin embargo, que sólo se trataba de gente simple y curiosa.
Con la llegada del invierno y de las grandes nevadas se aumentó todavía más la miseria de la joven y a menudo se veía detenida por los obstáculos que le oponía el temporal. Al cruzar el Volga en una gabarra, cayóse al agua por un accidente y de resultas enfermó, pero fue recogida por unas buenas religiosas que no la abandonaron hasta que estuvo restablecida.
Por fin, con grandiosa alegría, llegó a San Petersburgo. Interesóse por ella una buena señora y la tuvo en su casa esperando ocasión de presentar su instancia a la madre del zar. Aquella noble dama se sintió enternecida con la historia que le refirió Isabel y le prometió que se lo comunicaría al soberano.
Quedaba despejado el camino; y dos días después, se hallaba en presencia del zar. Recibióla éste bondadosamente, prometió enterarse de la condena del padre y le hizo entregar cinco mil rublos. La valerosa joven le dio las más expresivas gracias e imploró las bendiciones del cielo para quien le había devuelto la felicidad.
Obtuvo Isabel el indulto de su padre y cuando el zar le preguntó si quería algo para sí, respondió que sólo imploraba un acto de clemencia en favor de los amigos de su padre, que se hallaban también deportados en aquellas heladas regiones.
Luego se apresuró a comunicar a sus progenitores la grata nueva de que ya podían salir de Siberia. Cuando regresaron, la reunión fue ternísima; mas por desgracia, la pobre joven no se restableció nunca de los duros trabajos de su larga jornada, y quedó inválida por todo el resto de sus días.
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