UN HOMBRE CONTRA QUIEN NADA PUDO EL SOBORNO
La época de la restauración del trono de Inglaterra, después de la República de Oliverio Cromwell, fue de dura prueba para los que habían apoyado al Protector. No pocos hombres de los más valientes y sabios, vieron declinar su fortuna; entre ellos, Milton, el gran poeta que tanto había trabajado por Cromwell, fue encarcelado, y otros muchos tratados duramente por los realistas.
Con todo, hubo un amigo leal del Protector que gozó de gran influencia en el nuevo gobierno. Era éste Andrés Marvell, célebre poeta satírico, antiguo miembro del Parlamento, por Hull, distrito que lo reeligió en las primeras elecciones efectuadas en tiempo del nuevo monarca, Carlos II. Marvell hablaba poco y, a pesar de ello, su influencia era extraordinaria. Levantóse para defender a Milton y lo hizo con tal energía, que ganó para su causa numerosos amigos.
Pero mucho mayor todavía fue el efecto que produjo Andrés Marvell con su pluma, por medio de sus sátiras que ridiculizan amargamente las palabras, acciones o escritos de una persona. Así, por ejemplo, indignado el poeta de que Carlos II sacase constantemente dinero del Parlamento y lo derrochase, escribió un fingido discurso del rey sobre el estado de la Hacienda. En los últimos años de su vida, sus sátiras fueron de una acritud extraordinaria. Acometió a los cortesanos, atacó sin compasión al gran ministro Clarendon y, por último, satirizó a Samuel Parker, el intolerable ministro de Oxford.
Ahora bien, en vista de tal obstinación, así el rey como sus ministros creyeron necesario reducir al silencio a tan eminente y agudo escritor. A este propósito se refiere la siguiente anécdota.
El divertido monarca Carlos II, se complacía frecuentemente en encontrarse y conversar con Marvell, cuyas agudezas y donaires le agradaban sobremanera. Una mañana, S. M. dio al ministro de Hacienda, Danby, el encargo de que fuese a buscar al poeta, el cual, muy escaso de bienes materiales, no tenía apenas otro salario que el que recibía de la ciudad de Hull, como representante suyo en el Parlamento. Súpolo el astuto monarca y, al encargar a su ministro que fuese en busca de Marvell, añadió que emplease cuantos medios creyera oportunos para atraer a su partido al célebre y agudo satírico.
Danby tuvo alguna dificultad en dar con la casa de Marvell; mas al fin, habiéndola encontrado, entró en ella sin previo aviso.
-¿A qué debo el honor de esta visita? -preguntó Marvell, levantando los ojos del escrito que tenía, encima de la mesa.
-He venido de parte de S. M., que desea saber en qué puede servir a usted -contestó el ministro.
-S. M. no puede servirme en nada -repuso Marvell.
-Pero es que S. M. desea que acepte usted el puesto de honor que merece en su corte.
Andrés Marvell rechazó inmediatamente el honor, mejor dicho, el deshonor, como él lo suponía, diciendo;
-No me es posible aceptar lo que se me propone, porque o habría de ser ingrato al rey votando contra él, o desleal a mi país al hacerme partícipe de las disposiciones del gobierno. El único favor que pido a S. M. es el de que me conceptúe entre sus súbditos, como el más exacto en el cumplimiento del deber; y que se persuada de que sirvo mejor a S. M. rehusando el honor que me brinda, que aceptándolo.
Lord Danby trató de persuadirlo, pero en vano; Marvell continuó firme en su decisión.
Como último recurso, el ministro sacó un paquete en el que se contenían 1.000 libras esterlinas, y poniéndolo en la mesa, dijo:
-El rey me ordena que entregue a usted mil libras, en espera de que se dignará aceptarlas hasta que haya pensado algún otro favor que pueda pedir a S. M.
Andrés Marvell se echó a reír.
-Supongo que el señor ministro no tiene intención de burlarse de mí con semejantes ofertas. Para nada necesito el dinero del rey. Como ve usted, tengo casa en qué vivir, y en cuanto a mi alimento, ahí está mi ama que podrá informarle.
Y, volviéndose a ella, continuó el escritor:
-Sírvase decir a este caballero qué comí ayer.
-Espalda de carnero.
-Y hoy, ¿qué comeré?
-Las sobras hechas picadillo.
-Y mañana, mi querido lord Danby, comeré la espaldilla asada -añadió jovialmente Andrés Marvell.
El ministro, atónito ante la grave sencillez del famoso escritor, lió confuso el paquete del oro y se encaminó al rey a darle cuenta de su encargo.
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