LOS PALENQUES GLORIOSOS
Entre el gran río Magdalena y las aguas del Cauca, en la actual provincia de Antioquia, en Colombia, se extendía el territorio ocupado por los indios de Zenú, raza fuerte, valerosa y cruel que vivía en continuas guerras con los pueblos vecinos, a los que superaba en civilización, mostrada especialmente en el desarrollo de la vivienda, ya que llegaron a formar, con grandes troncos y maderos, poblaciones de muchas casas, grandes fortalezas y murallas cerradas donde se defendían con seguridad del ataque de sus enemigos.
En la época de la conquista, los indios del Zenú habían perfeccionado sus defensas de tal manera que algunas poblaciones lucían un sólido cerco de gruesos troncos a modo de fortificación inexpugnable.
Sobre lo alto de una loma, a orillas de un afluente del Magdalena que los españoles llamaron Nare, vivían agrupados más de medio millar de indígenas, entre guerreros, mujeres, ancianos y niños, en un pueblo de casas de madera, rodeadas por fuerte empalizada de gruesos troncos, abierta en gran número de troneras por donde, en caso de ataque, salían las certeras flechas, y asegurada en las entradas por pesadas puertas-trampas que, al caer, las hacían invulnerables.
Un día del año 1550, los fugitivos de una tribu vecina llegaron anunciando que se aproximaba el enemigo conquistador: hombres color de luna, con tupidas barbas, cubiertos de extraños vestidos, portadores de armas que brillaban como el sol y despedían rayos que mataban a distancia. Hombres fuertes y feroces, que habían destruido sus viviendas y que daban a toda esa tierra un nombre extraño: Los Palenques. Así llamaron, en efecto, los españoles a esa zona, y el tal nombre era derivado, precisamente, de las características de las construcciones indígenas, las primeras de ese tipo que los conquistadores observaron en Tierra Firme y las únicas del Nuevo Reino de Granada.
Gran inquietud se apoderó de la tribu al esparcirse la noticia de la invasión, inquietud que subió de punto hasta transformarse en indignación cuando se supo que los invasores robarían sus adornos y riquezas, harían sirvientes a sus hijos, cargándolos con armas y bagajes, arrasarían sus cosechas y se llevarían sus mujeres para otras tierras.
Los jóvenes exaltados quisieron salir al encuentro del invasor y, entre gritos de guerra, blandían sus lanzas estos fuertes troncos nos aguarda la victoria! No salgáis a combatirlos a campo abierto. Preparemos aquí, detrás de nuestras empalizadas, la muerte de nuestros enemigos.
Acatado el consejo del cacique, se dedicó la tribu por entero a reforzar las defensas de sus hogares. Y, a poco, los cánticos guerreros substituyeron al jadear de los trabajos, y la seguridad de la victoria, al temor inicial.
Seguros de sus fuerzas, la vida recobró su actividad normal. Volvieron los indios a buscar el diario sustento en la siembra, en la caza y en la pesca. En grupos cada vez más numerosos salían del poblado a recorrer los campos, en cumplimiento de sus tareas.
Una mañana, un grupo de indios que regresaba con cargas de sal fue sorprendido por los españoles, quienes, al mando del capitán Núñez Pedroso, subían, recatados, la loma que da al pueblo.
Un potente alarido rasgó los aires de dura caña y afilaban las puntas de sus flechas. Pero el viejo cacique, con la autoridad que le daban su cargo y su experiencia, les habló así:
-¿Acaso no hemos triunfado siempre aquí? ¿Quién puede jactarse de haber podido pasar las puertas de nuestra fortaleza? ¿No tienen, acaso, nuestras murallas agujeros para poder arrojar las flechas? ¿No peleamos siempre así nosotros y no lo hicieron nuestros padres de la misma manera? Esperemos. ¡Detrás de estas murallas y sobrellevando la alarma a la población. Los indios arrojaron sus cargas de sal y corrieron hacia el poblado, tratando de refugiarse detrás de la empalizada y alistarse con los demás para la defensa de sus casas.
Ante tan rápido y total desbande, los setenta españoles de Pedroso pensaron que tendrían que vérselas con gente blanda y cobarde, por lo que echaron a correr a su alcance con toda desaprensión.
Muchas y buenas casas vieron los ojos sorprendidos del invasor al llegar cerca del pueblo, y al notar que en las calles no había ni un solo indio, se ilusionaron con un rico botín de oro y de gente. Pero cuando el último indio hubo atravesado las puertas de la empalizada, cayeron las fuertes trampas que las cerraban y una nube de flechas paralizó el avance de los audaces atacantes.
Pálidos, se miraron los invasores que, por primera vez en sus expediciones de conquista, se hallaban ante un caso tan insólito. Pero el capitán Núñez Pedroso era, además de valiente, hombre de recursos y rápidas decisiones. Ordenó a sus subordinados que se pusieran fuera del alcance de las flechas de los defensores de la empalizada, y ofreció a los sitiados, por medio de intérpretes, la amistad y el respeto de personas y bienes. Pero los indios, sordos a sus requerimientos, le contestaron con una cerrada descarga de flechas. Dos de los indios intérpretes y un soldado que los acompañaba mordieron el polvo, atravesados por las flechas de los sitiados.
Creció con esto la obstinación de Núñez Pedroso, y de su furia nació una idea cruel que él creyó haría abandonar a los nativos toda resistencia y salir a entregarse con los tesoros del Zenú.
Una tea y la mano atrevida de un soldado dieron cuerpo a la idea. El viento completó la obra, y pronto comenzaron los troncos a lanzar rojas lenguas de fuego, cortinas de humo y lluvia de chispas, transformando la empalizada en un anillo de fuego y la población en un infierno.
Sonriente y tranquilo el español esperaba presenciar la carrera de los despavoridos indios que, en busca de salvación, habrían de entregarse a sus soldados. Creía verlos llegar temerosos y arrojarse a sus plantas pidiendo clemencia, entregándole, a cambio de sus vidas, presentes de oro y plata, en señal de sometimiento.
Pero todo había de ser sorpresa para los españoles ese día. Pasaban los minutos: sólo el crepitar de las maderas devoradas por las llamas rompía el silencio de aquel cuadro dantesco. Cuando cayó por fin la empalizada exterior, vio el español a los guerreros indios, sus mujeres y sus criaturas que esperaban impasibles la muerte sin pretender huir del cerco de fuego que los rodeaba, y vio también que los ancianos, anticipándose al trance, se ahorcaban en las vigas de los techos que aún no dominaba la voracidad del fuego.
Más de quinientos habitantes contaba esta Numancia neogranadina y ni uno solo, hombre, mujer, niño o anciano quiso salvarse. Al cumplirse la consigna de la guerra: Vencer o morir, quedó en la historia americana el recuerdo del heroísmo de Los Palenques, nunca superado y sin igual en la epopeya de la conquista.
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