LA ABNEGACIÓN DE UN ROMANO
En pasados tiempos, la ciudad de Roma era solamente una de tantas como había en los diversos estados de la Italia Central; si bien, en la época a que nos referimos, era la más pujante de todas. De ahí que las demás ciudades temieran su poderío, encaminado a sojuzgarlas una por una, por lo cual muchas de ellas, llamadas latinas, formaron una liga contra la primera, y reunieron un ejército a fin de acabar con Roma; los romanos a su vez organizaron otro, que sin pérdida de tiempo salió al encuentro del enemigo.
Iba el ejército romano al mando de dos cónsules, reconocidos ambos como valientes caudillos. El uno era Tito Manlio, apellidado Torcuato, con motivo de haber en su juventud vencido en singular combate a un gigantesco guerrero galo, que llevaba pendiente del cuello un collar de oro llamado torque, del cual se apoderó Manlio, después de derrotarlo. El otro era Publio Decio Mus, quien, aunque no ejercía el mando en jefe, había salvado al cónsul de una derrota por esa destreza y valor. Ambos condujeron sus fuerzas alrededor del monte Vesubio.
Creían a la sazón los antiguos romanos que las almas de los difuntos se trasladaban a un mundo subterráneo, donde gobernaban como dioses, llamados dioses Manes, y suponían que se entraba en aquel mundo superior por el monte Vesubio, donde acampaba ahora el ejército.
Así las cosas, los dos cónsules, Manlio y Decio, tuvieron un sueño igual, en el cual se les apareció una forma velada que les dijo: “Si el jefe de los romanos quiere sacrificarse a los dioses Manes, los romanos vencerán ,a los latinos; pero si se sacrifica el jefe latino, entonces los latinos vencerán a los romanos”. Por ello, pues, Decio y Manlio tenían que morir uno u otro, para salvar a su patria.
Cuando al día siguiente se reunieron Manlio y Decio para celebrar consejo, refiriéronse el sueño que habían tenido y cada uno se mostró pronto a sacrificarse a los dioses para salvar a Roma, de acuerdo con la visión. En consecuencia, acordaron que en la próxima batalla contra los latinos, mandase cada uno de ellos un ala, y cuando los latinos obligaran a retirarse a cualquiera de ellas, se sacrificase entonces a los dioses el jefe que la mandara, y ofreciera su vida en holocausto, lanzándose contra el enemigo, pues, según había dicho la aparición, sólo de esta suerte podía quedar Roma victoriosa.
Chocaron en la batalla romanos y latinos y cayeron éstos sobre el ala que mandaba Decio con tal ímpetu, que el frente de los romanos tuvo que retroceder a la segunda línea. Decio comprendió, entonces, que había llegado su hora. Llamó al Sumo Sacerdote, que llevaba el título de Pontífice Máximo, y se ofreció solemnemente en sacrificio a los dioses Manes, conforme a los ritos sagrados de los romanos. Ciñóse sus ropas a la manera de los sacerdotes que inmolaban las víctimas en los altares de los dioses y se lanzó contra las filas de los latinos. Refiere el historiador Tito Livio que su imagen se apareció a la vista de ambos ejércitos con majestad mayor que la de un simple mortal, como un enviado de los cielos para auxiliar a sus amigos y decidir la destrucción de los contrarios. Sobrecogió el pánico a los latinos, y ya montado Decio Mus sobre su caballo, cayó traspasado por los dardos del enemigo; pelearon los romanos con creciente ardor y huyeron los latinos aterrorizados a lo largo del ala. Enviáronse a Manlio, que mandaba la otra ala, unos mensajeros a todo galope de sus caballos, para referirle cómo se había realizado el presagio y cómo Decio había muerto.
Los mensajeros dijeron que Manlio se dolió mucho de que, a consecuencia del pacto concluido entre ellos, no había podido ofrecerse en sacrificio en lugar de Decio.
Enterados los latinos de lo ocurrido; como lo estaban los romanos, creyeron que los dioses se habían puesto del lado de Roma, dándole la seguridad de la victoria, como a los latinos la seguridad de la derrota, y así quedó! cumplida la promesa de la visión
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